Con algunos libros ocurre como con ciertos trabajos. Más que la historia contada o la labor que uno pueda desempeñar, lo que resulta realmente sugerente es el carácter evocativo de sus respectivos títulos. Tal es el caso de El mundo es ancho y ajeno, la novela de Ciro Alegría que establece, de alguna manera, el sistema social y económico que entre todos, por activa o por pasiva, hemos creado desde aquellos lejanos años cincuenta del siglo pasado hasta hoy en día, no sólo en las lejanas cumbres andinas sino en la totalidad del mundo. Algo parecido pasa con La historia interminable, cuyo título, sobre todo en alemán – Die unendliche Geschichte – es suficiente para lanzar la imaginación por esos mundos de Dios, sin necesidad siquiera de abrir sus páginas. De hecho, uno tiene la sospecha más que razonable de que el volumen está en blanco, como si bastase con la mera contemplación del lomo para adentrarse en la trama imaginada por Michael Ende o en otra cualquiera, mucho más suculenta todavía.
Eso mismo ocurre también con determinadas ocupaciones, en las que el poder de evocación supera con creces al contenido de la función asignada. Quién no sueña con ser algún día Introductor de Embajadores, sin duda una de las mejores denominaciones que pueda imaginarse para un trabajo honrado, o Salteador de Caminos, que quizás como oficio no sea tan lícito como el anterior, pero de título igual o incluso más sugerente. Cuando de estos trabajos se trata, uno vislumbra con igual y deliciosa nitidez los suaves pasos sobre las mullidas alfombras de palacio, precediendo al enviado de una lejana y por fortuna inofensiva potencia, o el rumor creciente del carricoche que se acerca desprevenido por ese camino polvoriento en el que se espera agazapado tras el tronco de la añosa encina.
Aunque existen otras muchas profesiones con denominaciones igualmente atractivas, si uno tuviera que decantarse por alguna tal vez lo haría por la de Celador de Planta, cuyo nombre, a poco que nos detengamos en sus muchos significantes y significados, no puede escucharse sin una mezcla de súbita sorpresa y de aturdimiento profundo, casi más propios del surrealismo que del día al día hospitalario.
Algo parecido pasa también con ciertos lugares. A veces, con sólo escuchar sus nombres – tal vez Tombuctú – se despierta en nosotros ese afán de aventuras que creíamos apagado para siempre. Otras, como al oír Madrigal de las Altas Torres, surge una nostalgia inexplicable de ese sitio todavía desconocido. Más raramente, de lo que se trata es de una simpatía espontánea hacia lugares como Bollullos Par del Condado, por cuyas recoletas calles algún día pasearemos sin ninguna prisa.
Ignacio Vázquez Moliní