Un hombre cubierto con el elzam (turbante negro) y con el daraa -la típica vestimenta saharaui-, nos grita cuando nos cruzamos con él: – ¿Español? ¡Viva España, hermano! ¡Viva el Sáhara!
A 100 metros de él, en nuestra dirección, nos encontramos con el primero de los muchos puestos de la gendarmería real a la entrada de la ciudad de El Aaiún.
Hacía poco más de 100 km que habíamos entrado en el territorio ocupado del Sáhara Occidental, antiguamente llamado Río de Oro (aunque nunca haya habido agua ni oro) y que hace no muchos años dejo de ser colonia de España (1976) y el gobierno de turno, y posteriores, dieron la espalda a los saharauis abandonando el Sahara Occidental en manos de Marruecos y Mauritania (según el derecho internacional se hizo de forma ilegal). Nosotros seguíamos pedaleando y nos adentrábamos en un territorio que está ocupado y controlado militarmente casi en su totalidad por Marruecos, aunque la soberanía marroquí no es reconocida ni por las Naciones Unidas ni por ningún país.
Los controles de la gendarmería se repetían hasta el hastío y en esos momentos percibíamos que su presencia era agobiante y desmedida. Estamos en la zona controlada y anexionada por Marruecos, en la que explota los recursos naturales en detrimento de la población saharaui.
El Aaiún es como un oasis en medio del desierto, donde los militares pasan en número a la población civil, que son casi todos emigrantes marroquíes de ciudades de norte, atraídos hasta aquí por los beneficios fiscales que les otorga su gobierno.
Quedan pocos resquicios que manifiesten la presencia de los pocos saharauis que quedan en el Sáhara occidental; la mayoría sigue viviendo al otro lado de la frontera en campos de refugiados, en el corazón del desierto, en territorio argelino.
Por las calles advertimos que la presencia de soldados se acentúa aun más. Vemos acuartelamientos e instalaciones militares por doquier y las patrullas se pueden ver en casi todas las esquinas de El Aaiún.
Vimos algunos vehículos de la MINURSO, una presencia casi testimonial, patrullando por las calles. En el centro de la ciudad todavía se yergue la antigua catedral. Una ciudad, por lo menos, diferente
Poco duramos en El Aaiún, y continuamos, lo más rápido que pudimos, nuestro camino hacia el sur. Los innumerables registros policiales nos hacían sufrir con sus exhaustivos controles de seguridad, parándonos cada dos por tres, y en cada una de ellos se repetían los mismos protocolos.
Más adelante, a unos 25 km, nos encontramos con otro centro urbano, el Marsa, también conocido como el puerto de El Aaiún, con un gran ajetreo de camiones yendo y viniendo.
Dejamos a nuestra derecha lo que parece una zona industrial y detrás de sus muros alambrados volvíamos a ver el mar. A diferencia del inmenso y desierto océano que veníamos viendo desde hacía días, ahora el horizonte nos mostraba una zona del océano plagado de cargueros.
Desde muy dentro del desierto, a nuestra izquierda, pasamos por encima de una cinta transportadora de mineral, con una longitud de más de 100 km, que comienza desierto adentro, en las minas de fosfatos de Bou Kra, las más grandes del mundo, y que es explotada por la empresa Office Chérifien de Phosphates, el mayor exportador de fosfatos del mundo, y casualmente propiedad de la familia real marroquí.
El fuerte viento nos acompañaba y nos ayudaba a pedalear en la dirección escogida, y aunque nos facilitaba el avance, a la hora de buscar un sitio donde montar la tienda se volvía en una autentica pesadilla.
En una de las muchas antenas que dan cobertura en el desierto, decidimos parar y buscar refugio para esa noche en la caseta del guardián que las vigila. Se alegra una enormidad al ver que éramos españoles.
– ¡Amigo español!. Yo luché en la legión española, era cabo primero cuando nos invadieron los marroquíes. ¡Entrar! ¡Sois bienvenidos!
Y pasamos al humilde cobertizo de Ahmed, hecho de piedras y pegado al muro que protege a la antena. A cambio nos tocó sufrir con el incesante ruido del generador y que con su traqueteo hacía vibrar las paredes del chamizo.
No se si por mi barba, o por las pocas palabras que se en árabe, o simplemente por su avanzada edad, Ahmed dio por hecho que yo hablaba perfectamente el hassaniyya (dialecto del árabe hablado en esta región del suroeste del Magreb), y esa noche, durante horas y horas, se dirigió a nosotros en su lengua, escapándose muy de vez en cuando alguna palabra en español.
Después de haber compartido techo con Ahmed, a la mañana siguiente, justo al amanecer continuamos nuestra ruta hacia el sur; y de nuevo nos da muestra de su generosidad cuando nos ayuda a empujar las bicis por la arena hasta la carretera; allí, en la orilla de la pista asfaltada, recibimos un fuerte abrazo cargado de cariño.
Nuestro siguiente destino era Dakhla (no hace muchos años conocida como Villa Cisneros), a unos 500 Km.
Lo único que nos íbamos a encontrar por la carretera eran, casualmente, controles de la gendarmería real junto con pueblos fantasmas recién construidos y que están sin habitar, y los dinámicos pueblos de pescadores que a veces surgían detrás de los acantilados, como si estuvieran escondidos.
En esos pueblos, ya no vive ni un solo saharaui. Casi todos los pescadores provienen de Safi, un pequeño pueblo costero marroquí un poco más al norte de la ciudad de Essaoiura, a unos 1000 km de allí.
Por allí, era más normal encontrarse a gente que hablase español, no por que tuviesen raíces españolas o saharaui, sino porque habían trabajado en algún momento de su vida en Las Palmas.
Como pescadores, o en las pateras que se hicieron hace años tan famosas. «Yo era jefe de patera. Me arrestaron 5 veces en Las Palmas, y las 5 veces me deportaron a Nador».
Javier de la Varga