Con algunos de mis representados no hay remedio. Estúpidos nosológicos, un día cualquiera me cansaré de servirles como mánager para estos rubros de los circos culturales y recreativos.
Esquines me llegó recomendado por Dionisio, su amante, luego de que Platón lo despreciara por estrecho de hombros y ancho de caderas. Platón era muy mirado –y superferolítico– para esas cosas. Tenía anchas las espaldas, como lo indica su nombre, y acababa haciendo ascos de los tirillas, incluso de aquellos que atesoraban un ramus cimbreante y juguetón cual tirso de Baco (ramus significa en latín miembro viril, como es sabido, de donde viene la voz ramera, y no de otras tonterías que se han dicho).
«Olvídate de las longanizas y los chorizos. A estas niñas monas les gustan los monitos de compañía, pero no intentes colarle ninguno de los productos de tu padre, o nos mandará al carajo». Eso le dije al firmar.
Pero, puede que por su sentir mediterráneo, el jodido monicaco, venga a decir que suponía para él un imperativo moral honrar a su padre… Esto significa que en Atenas lo llamaban hijo de Charino, hijo del que hace chorizos y longanizas, literalmente, pues tal fuera el oficio de su padre.
Tuve que amenazarlo.
–OK, tío –me dijo y le creí.
Cuando me presenté a Ona Carbonell con Esquines, ella lo recibió con una sonrisa tan linda y hermosa como su espagat invertido, medio cuerpo sumergido en el agua, apertura firme y completa de las piernas, y el potorro –del francés le pot aux roses– a ras de agua.
Lindísima Ona; en reportajes, vestida de calle o con su carnal luminiscencia y perfumadita de cloro, al borde de la piscina, ahí que se retrataba siempre acompañada de Esquines (cuidaba él de no mojarse, pues no compartía la hipótesis del mono acuático, expuesta por Elaine Morgan en The Aquatic Ape Hypothesis). Crecía, pues, la cotización de Esquines; su valor de pet, o de mascot, como se prefiera).
Quizá por el infausto día en que Sócrates le dijera, tras verlo pobre, dedicado a sus muy delicados Diálogos, que reparase en los chorizos y longanizas de su padre, y que se los comiera, con lo cual cambió mi representado para hacerse mascota de bellas y prodigarse en consejitos propios de los psicólogos de las televisiones, ideal para mi negocio de management, eso sí; quizá fue que, considerando que la divina Ona Carbonell estaba un tanto flaca, exigencias de la alta competición, dio en introducir, en la muy medida dieta de la bella, trocitos hoy de chorizo, mañana de longaniza.
Ona comenzó a engordar un algo, tampoco era cosa de exageraciones; es más, para mí tengo que estaba más mollar. Pero el espagat ya no le salía. El frasco de rosas se le hundía indefectiblemente, como arrastrado por el peso del culo, sin lucirle a ras de agua como antes. Temerosa de un complot, contrató un detective.
No tenía yo idea de aquello.
Una mañana, cuando fuimos a verla entrenar, contentos y ufanos Esquines y yo, emergió Ona Carbonell, más orca asesina que ondina entonces, y de fuerte tirón nos arrastró al agua. En mí no reparó mucho. Pero a Esquines lo arrastró al fondo, donde lo tuvo un buen rato.
–¡Por el amor de Dios, que lo va a ahogar! –clamé.
Se lanzaron al agua otras bellas, para convencer a Ona.
Hube de hacerle a Esquines la respiración artificial. Comprendí otra de las razones por las que Platón le odiaba: Acaso debido a semejante ingesta de chacinería como hiciera Esquines por honrar a su padre, el aliento le olía fatal.
José Luis Moreno-Ruiz