lunes, noviembre 25, 2024
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Las bibliotecas públicas

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Existen muchas bibliotecas donde nunca hay nadie. Son remansos de paz en los que el lector querría instalarse para siempre. En ellas, hace tiempo que el bibliotecario puso orden en las últimas fichas que un lejano erudito consultó en busca de ese curioso libro que, al final, resultó que allí tampoco estaba. Desde entonces, se dedica tranquilamente a sus asuntos. Lee la prensa, pone en orden sus facturas. Luego llama a casa para ver qué novedades hay. Al mediodía sale a comer cualquier cosa. Después, regresa un poco atrasado. Dormita unos minutos en la tranquilidad de la tarde. Por fin, consulta muy por encima un par de volúmenes. La hora de cerrar llega en un santiamén. Al día siguiente se repetirá la rutina.

En otras bibliotecas sucede todo lo contrario. Un desesperante rumor de pasos se escucha a todas horas. La puerta, con aquel sonido de goznes metálicos, se abre y cierra sin descanso. Los estudiantes, algunos preparando ya futuras oposiciones, ocupan desde muy temprano los mejores lugares desparramando sin ton ni son manuales, folios y prendas de abrigo. De vez en cuando, una conversación que creían imperceptible termina en unas risas ahogadas. Los demás lectores apenas levantan la vista un breve instante. Luego regresan al subrayado y a las meticulosas notas que van añadiendo a sus apuntes.

También existen bibliotecas especializadas en asuntos que hoy en día a casi nadie interesan. Tal vez sean éstas las más necesarias y, sin embargo, las más vulnerables ante el avance constante de un enfoque utilitarista de la cultura que un mal día las condenará a muerte sin piedad alguna. Las de algunos museos, en concreto, merecerían una mención especial siendo muchas veces poco más que un humilde espacio en el que, a pesar de su agradable quietud, ningún visitante se aventura jamás.

Otras bibliotecas se formaron a lo largo de los años, quizás con los fondos reunidos por algún personaje de fama muy merecida, al capricho de sus gustos, aficiones e intereses. Muy de vez en cuando aparecen en su recoleta sala de lectura, situada casi siempre en la zona menos noble de la fundación, el joven doctorando que con paciencia quizás digna de mejor recompensa redacta lo que algún día será ese estudio definitivo sobre un aspecto marginal, casi inverosímil, del pensamiento del prohombre que reunió los volúmenes, y también ese jubilado animoso que aprovecha la calma del lugar para redactar unas cuartillas, incluso algún poema, y que se niega con toda razón a aceptar que sus devaneos literarios no sirvan para nada.

Uno podría mencionar ejemplos de cada uno de estos tipos de biblioteca, pero quiere limitarse ahora a recordar una especialmente entrañable. Se trata de la John McInnes British Library, de Almonaster la Real, en Huelva. En ella se han reunido y clasificado los miles de volúmenes coleccionados por este magnífico escritor australiano, y todavía mejor persona que, desde principios de los años sesenta del pasado siglo, vivió en esa localidad de la sierra de Aracena. La biblioteca, de apenas una sala, está forrada de libros hasta el techo. Dispone de un confortable sillón de orejas de gastada tapicería y de una mesa camilla en la que depositar los volúmenes consultados junto con la humeante tetera moruna que nos traen desde la cafetería de al lado. Aunque no hay bibliotecario, cualquiera puede pedir la llave al guardia municipal. Mientras uno lee, escucha el rumor de los surtidores que encauzan las aguas del cerro de San Cristóbal y levantando de cuando en cuando la mirada puede adivinar el océano al final de las estribaciones del Andévalo.

Ignacio Vázquez Moliní

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