Fue por recomendación de Marie Modiano que otra exquisita diva francesa, Charlotte Gainsbourg, la hija de Jane Birkin y Serge Gainsbourg, me contrató como guardaespaldas. No se fiaba Charlotte, más que nada, de Bela Lugosi.
–Es un chiflado –dijo aquella tarde en el zoológico de las almas de los monos en pena.
–No se preocupe –dije y me atreví a tomarla del codo, conduciéndola entre las jaulas–. Con dinero por medio, verá cómo cumple.
–Pero se cree vampiro; no se acepta como un monicaco de mierda –insistió Charlotte por envalentonamiento cobardón, como los toreros medrosos se desplantan para espantarse la jindama.
–Todo irá bien –apunté con suficiencia–. Le gustará figurar de nuevo por ahí, aunque sea con su cola y pelambre de mono en vez de lucir su smoking de conde.
Volvimos al hotel, ella más tranquila. Allí nos esperaba Marlon Brando, apacible y póngido en su sillón, como un Papa de Roma en la silla gestatoria. No en vano se había procurado un terno blanco hecho en Manila.
H. G. Wells llevaba a Brando de la correa. Casi sin reparar en el gorila, por mucho –o acaso por ello– que Marlon Brando la mirase con insistencia no carente de procacidad, Charlotte Gainsbourg se dirigió a Wells:
–He cambiado sustancialmente su novela. Mi guión –recalcó–, así lo exige. No quiero sorpresas como las que se guarda siempre el capullo Lars von Trier. ¡Ahora mando yo!
–Claro –aceptó Wells, que tenía prisa por irse de orgía con George Bernard Shaw. Supe después que contrataron a dos prostitutas ectoplasmáticas, muy monas, y a un par de chaperos que lo mismo. No me confirmaron mis fuentes que asistiera el gran orangután blanco, Winston Churchill, bien provisto de láudano y opio elaborado cual goma de mascar, de la misma calidad que consumía la reina Victoria, pues ella le concediera el pase necesario para hacer provisión de la substancia en la farmacia de palacio–. Si queremos pescar una trucha es preciso desprenderse de una mosca –añadió Wells, alargando la mano para recibir de la bella su cheque.
Charlotte había adaptado para el cine La isla del Doctor Moreau, que también dirigiría.
Marlon Brando haría de Doctor Moreau, como en la película de lo mismo dirigida (1996) por John Frankenheimer, y Bela Lugosi haría del híbrido de hombre y mono, predicador de la ley, tal cual en la película (1932) La isla de las almas perdidas, de Erle C. Kenton. Charlotte se había reservado el papel que interpreta Barbara Carrera en la versión debida a Don Taylor, de 1977. Horrísona versión, pero estaba claro que la bella quería lucirse.
Los problemas comenzaron cuando Marlon Brando y Bela Lugosi se conocieron. Fue el primer día de rodaje. Brando consiguió que Charlotte lo llevara de la mano, feliz como Copito de Nieve en la primera comunión de Bárbara Rey, y Lugosi se empeñó en que yo le tomara en brazos, como hacía Maureen O’Sullivan con Cheeta en Tarzán de los monos, un fotograma en verdad delicioso. Al contrario, tener en brazos a Lugosi me causó arcadas. La misma sensación que si llevara una gran bolsa de plasma.
–Jodido hungarian –dijo Marlon Brando, asqueado, cuando el otro le tendió su mano hidropésica, que hacía gluglú si la movía y sonreía como las mondongueras de los mataderos cuando evisceran el vacuno.
Mi Mademoiselle adorable, Charlotte Gainsbourg, temía dormir sola, no importaba que de noche metiéramos a los monos espectrales en sus jaulas. Ahora temía especialmente a Marlon Brando.
–Este gorila parece que te va a preñar sólo con mirarte –decía.
Rodábamos en la isla de Cebú, la descubierta por Magallanes. Charlotte, trémula y almizclada, pidió que durmiéramos juntos, aunque vestidos.
Jamás había sudado yo tan feliz y gustosamente en cualesquiera noches de islas húmedas y con el aire putrefactado de insectos.
José Luis Moreno-Ruiz