sábado, noviembre 23, 2024
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La costa del desierto: el Sahel

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Una vez cruzada  la frontera y a medida que nos adentrábamos en Mauritania nos encontramos con un Sáhara más abrupto e inhóspito, y a pesar de que pedaleábamos sobre una carretera asfaltada y en buen estado, la distancia entre pueblos se acrecentaba y teníamos la sensación de que las jornadas eran eternas debido a la escasa presencia de vida.

Como si de un espejismo se tratara, en el pueblo de Bon Lanuar, verdes árboles surgían de entre la fina arena en medio de cabañas techadas con chapas de cinc y plásticos.

Al atardecer nos encontramos con una familia que nos invitó a pasar la noche en su humilde cobijo para que pudiésemos dormir protegidos del fuerte viento que azotaba el desierto. Después de cenar y en medio de la charla que pretendíamos mantener, Aisha, que a pesar de ser aún joven ya ha dado a luz a cuatro hijos, con naturalidad se puso a dar el pecho a su bebé recién nacido. 

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A pesar de que estábamos en un país islámico, cada detalle nos hacía ver que estábamos en África. La maternidad.

Antes de acostarnos  salimos a tomar el fresco,  huyendo del tórrido calor que desprendía la chapa de metal que hacía de techo. Nos sentamos bajo un cielo estrellado y veíamos como los niños de la casa corrían a jugar con sus amigos que jugaban a los «cochecitos» con unos trozos de madera sobre la fina arena del desierto. Era una pequeña aldea pero había críos que se hacían sentir por todas las esquinas del poblado.

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Uno de los más pequeños nos acercó un cuenco de agua fresca que manaba de una manguera al pie de una palmera. No sabíamos, en ese momento, que durante los próximos cinco días no tendríamos la oportunidad de saborear un agua tan fresca y cristalina como la que nos ofrecían los niños de Bon Lanuar.

A lo largo de la carretera que une las dos ciudades más importantes de Mauritania, Noaudibou y la capital Nuakchot, en cada control militar sabían de nuestra presencia por la región y en todo momento nos tuvieron controlados: «por nuestra seguridad, para protegernos de los barbudos terroristas».

-¿Donde habéis dormido esta noche? Os estábamos esperando- nos dijo un soldado en francés.

Nos encontrábamos con pequeñas jaimas que de vez en cuando aparecían en la orilla de la carretera, son las viviendas y refugios de los nómadas que habitan el desierto y que se van desplazando con sus rebaños de camellos buscando algo de pasto. Cualquier cosa les sirve a estos animales para intentar engañar sus estómagos, menos mal que no están dotados de un paladar muy exquisito porque se quedan más que satisfechos con cualquier matojo que encuentran en medio del desierto y aguantan semanas sin beber nada de agua.

Aunque el camello sigue siendo el rey de estos parajes ya se dejan ver algunas valientes cabras que se van esparciendo por la región e intentan sacar algo de tajada de los pocos arbustos que se dejan comer ya que en muchas ocasiones para protegerse se dotan de ramas con espinas tan puntiagudas y afiladas que podrían ser utilizadas como alfileres.

A nuestro paso nos saludaban con un cómico balido: ¡beee!

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Mientras, nosotros meros espectadores y viajeros de tránsito veíamos la dura vida que soporta la gente que habita estas inhóspitas tierras. Nosotros, a nuestra manera, sufríamos las causas que determinan la vida en el África subsahariana: “la precariedad y la miseria”.

Pasaban los días y encontrar un puesto para adquirir comida se estaba convirtiendo en una ardua tarea, y por fin, en medio de la nada, nos encontramos con una austera choza en la orilla de la carretera y en la que a duras penas pudimos conseguir algo de comida entre sus vacíos estantes en los que apenas había un par de latas de sardinas procedentes de Pakistán, algo de leche en polvo, galletas que parecían hechas de arena y unas cajas de cerillas. Era una tienda, pero había menos mercancía que en la despensa de muchas familias occidentales.

Finalmente, pudimos disfrutar de un banquete de sardinas con galletas saladas a la vez que teníamos una excusa para descansar durante las horas mas cálidas del día bajo la sombra de un coche abandonado en mitad de la arena.

A pesar de que nos encontrábamos en una de las zonas más inclementes del desierto, estábamos muy cerca de alcanzar la orilla sur del Sáhara. Entrábamos en el «Sahel», palabra de origen árabe que significa costa. Como si el mar fuera el paisaje arenoso y la orilla la poca vegetación que se nos va a apareciendo por el camino.

Tímidas, las acacias ofrecen las primeras sombras en miles de kilómetros, y la escasa vida que muestran sus hojas verde oscuro contrasta con el color ocre del paisaje. Sus ramas en movimiento por el fuerte viento nos ofrecían un paisaje diferente.

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Al atardecer, cuando el calor parece dar un poco de tregua y el sol deja respirar un poco a la gente de las pocas aldeas que se esparcen por la región, nos encontramos  a mujeres que se desplazaban por caminos que solo ellas parecían ver y que iban en busca de agua. Los pozos no siempre están cerca y tienen que caminar durante kilómetros cargando sobre sus cabezas bidones de agua (menos mal que son de plástico). Las más afortunadas la transportan a lomos de sus burros, el resto de mujeres se convierten en verdaderas malabaristas que llevan los grandes recipientes de agua sobre sus cabezas haciendo maravillosos ejercicios de equilibrio e incluso con su bebé cargado a las espaldas.

Los pastores acercan su ganado a los pozos y los burros o los camellos jalan de las cuerdas que pasan por unas rudimentarias poleas para subir los cubos cargados de la preciada agua que está en el fondo, a unos 70 metros de profundidad.

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El día a día es  un auténtico reto para conseguir lo más básico y esencial para su subsistencia: “el agua”, que en los países desarrollados abunda y  a la que apenas se presta atención, aquí es en un bien escaso y preciado donde se le da su verdadero valor, aunque esté turbia y lleve lodo.

Cuando no tenemos algo es cuando le otorgamos su verdadero valor y en el desierto no hay nada más valioso que el agua.

Javier de la Varga

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