A veces a gran altura. Otras dando pasadas entre los edificios en pequeños grupos ruidosos. Cualquiera puede reconocerlos con su plumaje casi negro, y sus alas largas y estrechas que casi parecen guadañas (y que vienen a tener como 40 cm. desde la punta de un ala a la de la otra). Establecen sus nidos en agujeros de los edificios, aunque también, cuando no están en poblaciones, crían en roquedos , que debieron ser sus primeros lugares de nidificación, hace miles de años, antes de que los seres humanos les diese por levantar casas, castillos, monasterios, catedrales, murallas… A veces crían también en acantilados marinos (y en el norte de Europa, frecuentemente, en los árboles).
Pero la fría descripción técnica de este ave, no le hace honores. El vencejo es una especie de milagro con alas, un milagro viviente, que anida en nuestra mediocre cotidianidad urbana. Una especie de inyección de fuerza, de optimismo… y por lo tanto, de fe, en un mundo donde tantos quieren rebozarse en negatividades y ponzoñas pesimistas.
El hecho de que estas aves habiten incluso en el corazón de las más grandes ciudades, encubre la que es, realmente, una vida fascinante. A veces pasa eso, que lo que tenemos más cerca, y en lo que acaso ni reparamos, puede ser lo más extraordinario. Y en el vencejo se cumple esto en extremo. Tanto que algunas de las cosas que se saben sobre estas aves más parecen leyenda que Ciencia.
Son, probablemente, las aves mejor adaptadas al vuelo de todas las de nuestra fauna. Se aparean, comen, beben, cogen materiales para sus nidos, se bañan y lo que parece aún más increíble, aún ¡duermen! volando. Eso al menos es lo que creen muchas de las personas que han estudiado estas aves.
Se cree que los vencejos llegan a estar 21 meses sin posarse ni una sola vez
Cuando va cayendo la tarde y la oscuridad se cierne, como podemos ver en tantos sitios de España, sobre tantas plazas, sus bandos se agrupan. Luego comienzan a ascender y ascender y allí, a 1800-3000 metros de altura, pasarían la noche aleteando lentamente en las alturas. Al amanecer descenderían en bandadas que se disgregan al llegar abajo. No se sabe si duermen o no duermen.
Se cree que los vencejos llegan a estar 21 meses sin posarse ni una sola vez, ya que su madurez sexual les llega a los 2 años y sólo se posan los reproductores ( los cuales, de todos modos, pasan 9 meses sin posarse ). No hay noticias de vencejos posados a excepción de los que están criando.
Son aves hechas para volar, sin medias tintas. Por eso sus alas son tan largas y sus patas tan cortas que pertenecen a un orden de aves llamado apodiformes (que significa «sin patas»). No es que no tengan patas, sino que las tienen pequeñísimas y preparadas para poco más que para aferrarse con fuerza a las paredes cuando se posan. Hasta tal punto están adaptados al vuelo que si caen al suelo muchas veces no pueden despegar por la cortedad de sus patas y la longitud de sus alas, a no ser que haya un desnivel. Muchas veces he recogido vencejos así, y tras dejarles reposar en un sitio tranquilo y protegido, les he devuelto a su reino de aire.
Los vencejos se alimentan de plancton aéreo (moscas, pulgones, polillas, etc.), siendo capaces de detectar las tormentas , antes de que lleguen, y desplazarse cientos de kilómetros para evitarlas. Una primavera fría y con viento, al incidir sobre su base alimenticia, puede llegar a debilitarles y hacerles caer extenuados.
Los pollos están capacitados para resistir bastante tiempo sin comer. Llegan a sumirse en una especie de letargo para reducir su consumo de energía (llegando a resistir una pérdida de la mitad de su peso). Resisten en ayunas de 10 a 12 días.
Al parecer se han visto beneficiados por el proceso de urbanización, no sintiendo rechazo aunque tampoco atracción por el hombre. Están presentes en cualquier ciudad europea, aunque en más número las mediterráneas. En una sola ciudad de la Europa meridional puede haber más parejas que en todo un país norteño.
Hasta tal punto están adaptados al vuelo que si caen al suelo muchas veces no pueden despegar
Hacia agosto se marchan a invernar al África transahariana, llegando algunos hasta Sudáfrica. Vuelven a Europa hacia finales de marzo, trayendo la alegría a nuestros pueblos y ciudades con el ruidoso griterío de sus bandadas, cuando dan rápidas pasadas entre los edificios y nos incitan a alzar la mirada.
Estos días los he visto en gran número en el pueblo en que vivo. Todos los años, desde hace décadas, los espero y me llena de júbilo cuando veo que han vuelto.
Recuerdo, por ejemplo, que pocas cosas me alegraban tanto en mis tiempos de estudiante como ver pasar los vencejos , rozando, la ventanas de la aulas (¿jaulas?) en las que querían enseñarme un saber de libros, abstracto, cuando yo, ante todo, quería leer en el libro, libre, de los espacios abiertos: el libro de la Naturaleza. Mi cabeza estaba llena de pájaros. De vencejos en este caso.
Con el chirrido de los vencejos entraba la Naturaleza salvaje, hasta el último rincón de las poblaciones. Las pasadas fulgurantes, temerarias, de sus ruidosas cuadrillas por entre los edificios eran como el grito de los espacios libres. Y el hecho de producirse en medio de la civilización, generaba un contraste fascinante, hechizante.
Aún hoy, cuando he de bajar a Babilonia (que es como yo llamo, entre bromas y veras, a Madrid o a cualquier otra gran ciudad) es para mí un vivo consuelo alzar la mirada y descubrir los vencejos en las alturas. Un consuelo en esa realidad asfixiante de edificios que no te dejan ver grandes horizontes, de ruidosas fieras mecánicas que pueden atropellarte y te arrojan a los pulmones sus tóxicas exhalaciones, de movimientos reglados y ansiosos de rebaños humanos al son de luces verdes o rojas. Por encima de todo eso, que es para mí como un pesado fango adherido a las alas del alma, vuelan los vencejos. Y vuelo yo, con ellos, cuando los miro.
Su presencia en medio de los resabiados espacios urbanos ofrece un contraste vivo, impactante
A diferencia de las golondrinas, que no quisieron entrar en el corazón de las ciudades, limitándose a quedarse en sus alrededores, los vencejos sí que lo hicieron. Cambiaron las peñas agrestes por los edificios. Es como si no se dieran cuenta de donde estaban, y siguieran comportándose en estos escenarios urbanos igual que lo hacían en los escenarios salvajes de su pasado. Se me antoja, como licencia poética, pensar en una noble candidez, una desgarradora inocencia de los vencejos que, como los niños, no saben dónde se han metido. Y su presencia en medio de los resabiados espacios urbanos ofrece un contraste vivo, impactante, a los que saben vibrar con una libertad agreste que es difícil sentir en el seno de una civilización en la que el hombre, sin darse cuenta, más que domesticar el mundo se domestica a sí mismo, cortando las alas de su propia alma. Unas alas que siento que me brotan en el corazón cuando veo a los vencejos.
¡Gracias vencejos por rescatarme! Gracias, aunque no sé siquiera si me veis. O si nos veis siquiera a los humanos en conjunto. Acaso solo seamos formas que se mueven bajo vosotros y que no os interesan, ya que nada, o al menos nada bueno os damos, más que si acaso algunos agujeros en nuestras construcciones donde hacer vuestros nidos. Ajenos a nosotros. Y, acaso por éso, vivís con tanta fuerza y aparente júbilo. Y acaso por eso, también, los pocos que os miramos, nos olvidamos de nuestras mediocridades y «volamos» con vosotros, más allá de nuestros humanos -y por lo tanto imperfectos- pensamientos, no siempre libres.
¡Gracias por pasar rasantes sobre nuestras cabezas! ¡Gracias por llenárnoslas de pájaros!
Mirándolos es como si uno olvidase las miserias del mundo. Nos hace falta elevar la mirada y nada como los vencejos nos incita a ello. En esta época de resurrecciones (no otra cosa es el resurgir primaveral tras el relativo letargo invernal) esta especie sublime nos eleva, al mirarla, con sus vuelos.
Carlos de Prada