Es difícil no ver en el horizonte el riesgo de que España se convierta en un estado fallido. Dos de las regiones, naciones o nacionalidades con más densidad económica e importancia política, aumentan el deseo de una parte importante de su población de disgregarse del resto de España.
Las motivaciones de carácter histórico -con la manipulación y ensoñación propias de los nacionalismos extremos- agitan los deseos de independencia sin que se tengan en cuenta asuntos esenciales, como la permanencia dentro de la Unión Europea de los estados resultantes. No se hacen cuentas políticas de carácter local o internacional, porque los anhelos se han adueñado de la formulación de los proyectos.
Y es una catarata que no amaina, sino que se alimenta con el paso de los días, independientemente de que no existan procedimientos constitucionales para encaminar esas alucinaciones.
Como en casi todas las situaciones históricas de convulsión nacionalista, el fenómeno sirve a los intereses de una casta o élite local que ha saboreado el poder hasta tener dependencia de él; cada día necesita más dosis. Agitar las pasiones de la ciudadanía en época de profunda crisis económica, política y de liderazgo no es nada difícil. Las crisis generan monstruos que son muy complicados de manejar. Por favor, repasen los manuales de historia.
El descrédito de las instituciones políticas es el caldo de cultivo de nuevos secesionistas. Y en España, de la Corona a las instituciones municipales; de la Justicia a los poderes económicos, no hay una sola institución que tenga la confianza consensuada de los ciudadanos.
Cualquier sociólogo determinará que sin una regeneración profunda de las instituciones de nuestra democracia, es imposible generar adhesión y cohesión a esta España maltrecha. Los partidos, institución esencial de nuestro sistema político, no se dan por enterados de su profunda responsabilidad. No han movido un músculo para recuperar el aprecio y la confianza de la ciudadanía. No es nada fácil querer a esta España desvencijada.
La Constitución tiene las costuras a punto de reventar. No hay mucha gente que se considere orgullosa de ella. Nadie la invoca como una tabla de salvación y como una nave confortable para el futuro. Mariano Rajoy se ha constituido en un especialista en mirar para otro lado para esquivar las tormentas. No tiene bitácora para estos temporales.
Mariano Rajoy se ha constituido en un especialista en mirar para otro lado para esquivar las tormenta
No hay densidad de estadistas en la clase dirigente cuyo único objetivo son las próximas elecciones y la impenetrabilidad de su poder dentro de sus organizaciones. Los estados fallidos no se perciben, en ocasiones, solo porque se consideran tan inaceptables sus esencias que se piensa que se materializarán.
El sentimiento de pertenencia a un estado no se puede inyectar desde el Boletín Oficial del Estado. En los parámetros políticos de la nueva geoestrategia, de la globalización y de los ejes de hegemonía política actuales no hay mucho sitio para un estado en el que ni siquiera sus habitantes están entusiasmados con su pertenencia. Navegar en las aguas turbulentas del siglo XXI exige un estado fuerte, profundamente democrático y con unidad en el anhelo de sus ciudadanos. No se puede aventurar que todo se arregle con una reforma constitucional, porque España tiene un cúmulo de enfermedades que cada una de ellas puede acabar con el paciente si el tratamiento no es sistémico.
Lo más urgente es encontrar una lupa o un microscopio electrónico para encontrar un conjunto de estadistas sin miopía, con faros de largo alcance, que sean capaces de iluminar estas tinieblas.
Carlos Carnicero