Visito el Museo del Prado con un grupo de niños. El nombre del itinerario: Los objetos hablan. Propósito: familiarizar con las grandes obras de la pintura aprovechando su condición de documento para conocer el pasado.
Tras La rendición de Breda, con el pretexto de la bengala de general que Spínola mantiene en su mano izquierda, pasamos al Retrato ecuestre del príncipe Baltasar Carlos, quien también exhibe el símbolo del mando. Entonces varios niños reconocen el cuadro: “Hay uno igual en mi colegio”. Y así, súbitamente, se despliega otra página de nuestro pasado más acá de Velázquez y los Austrias, un objeto menor pero cargado de memoria y de grandeza.
Lo que recuerdan es la copia que durante la II República se hizo para el Museo del Pueblo, con el que las Misiones Pedagógicas intentaron pasear el legado mayor de nuestra pintura por las soledades de España. Según su presidente, Manuel Bartolomé Cossío, la intención era llegar a los desheredados, hasta los lugares más pobres, lejanos y escondidos.
Transportaban los cuadros embalados en carros, buenas copias de Velázquez o Goya que, regando con deseo la realidad, explicaba Luis Cernuda. Creaban bibliotecas rurales cuya organización María Moliner cuidaba con esmero. Hacían representaciones teatrales. Llevaban gramófono y máquina de cine. Confianza en la civilización y en el país, en las personas y en el mundo.
Si busco ahora, fuera de los cuadros, aquel bastón de mando secular que la República por poco tuvo, lo veo tras los decretos que conceden la más alta distinción de la Comunidad de Madrid al Museo del Prado y a Rouco Varela en una especie de ex aequo; lo intuyo en los entornos de esa dirigente empresarial que se refiere a los nuevos desposeídos con un desprecio falazmente racional y deshumanizado; lo oigo en las crónicas sobre el estado de nuestra educación, donde sus más altos responsables rezuman insidias hacia los maestros, aquellos en los que Cossío declaraba su “fe inquebrantable”.
Por eso, me conforta contemplar cada mañana ese objeto, aquella copia con todo su bagaje e intención, lo siento como un bálsamo para la irritación, una especia contra el desasosiego.
Las fotografías de las Misiones, en montaje de Josep Renau, se mostraron junto al Guernica de Picasso o la escultura-tótem de Alberto Sánchez en la Exposición Internacional de París de 1937. Marca de la España viva y sufriente por los siglos de los siglos; no la “de sonrisa acretinada, carrilluda y cebada de necedad” que Américo Castro criticara en “Los dinamiteros de la cultura”; la de quienes abren caminos si son de izquierdas o los conservan si son de derechas, pero no los levantan “para que la maleza abrupta [rural o urbana, agreste o financiera, añado] vuelva a ocupar su espacio”.
José Luis Mora