domingo, noviembre 24, 2024
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La vida de las abejas

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Acabo de recordar uno de los libros más reputados de Maurice de Maeterlinck, La vida de las abejas, al leer ahora en estas mismas páginas la crónica de Carlos de Prada, en la que describe la tragedia del polen envenenado y la disminución alarmante de las colonias apícolas en el viejo continente.

Las abejas van desapareciendo y, sin ellas, tal vez no sea posible la polinización de una multitud ingente de especies vegetales. Un mundo sin abejas será muy distinto, y desde luego nada mejor que el que hasta ahora hemos conocido. Asombra por tanto, que las autoridades, sabiendo cuáles son las substancias que deciman las colmenas, no adopten de inmediato las medidas que permitan una rápida repoblación de estos pequeños seres. Hasta ahora poco o nada se ha hecho, al margen de iniciativas y esfuerzos privados, todavía más loables, como los de mi amigo Rodrigo de Almonaster la Real, que cada año repuebla infatigable con sus colmenas los montes que rodean esta hermosa villa de la sierra de Huelva.

Las substancias venenosas se suman, además, a otros peligros como la invasión de las insaciables avispas rojas, cada día más presentes en las comarcas españolas, que devoran a las laboriosas abejas, incapaces de defenderse de semejantes enemigos, a pesar de su excelente organización social, descrita con todo detalle por el conde de Maeterlinck.

La vida de las abejas fue uno de los libros preferidos de Manuel Azaña

La vida de las abejas fue uno de los libros preferidos de Manuel Azaña. Tanto es así, que un ejemplar le acompañó hasta sus últimos días en Montauban. Hoy, con la desmemoria que nos caracteriza, cuando muy pocos se preocupan por las abejas y son todavía menos los que  leen a Maeterlinck, recuerdo con cierta nostalgia aquellos cuidados volúmenes que me prestaban en la biblioteca francesa de Marqués de la Ensenada, donde descubrí también La vida de las termitas, y sobre todo algunas obras de su teatro simbolista, como Pélleas et Mélisande, tal vez más conocida hoy en día gracias a la ópera escrita por Debussy, y también La princesse Maleine, obra de quien un crítico de la época afirmaría que superaba en hermosura las más bellas páginas de Shakespeare.

Maeterlinck alcanzó en vida una fama más que notable. Recibió el premio Nobel en 1911. Luego, el Rey de los Belgas le otorgó el condado que lleva su nombre. En aquellos extraños tiempos que fueron los que precedieron a la Segunda Guerra Mundial, antes de su exilio voluntario en los Estados Unidos, tuvo tiempo de coquetear, más o menos abiertamente, al igual que muchos otros compatriotas suyos, con los totalitarismos europeos. De hecho, llegó incluso a prologar una de las obras del doctor Oliveira Salazar, publicada en francés en plena guerra civil española, ni más ni menos que por Flammarion, con el título de Une révolution dans la paix.

Parece evidente que para el lector actual el texto de Salazar, personalidad complicada donde las haya, resulta bastante farragoso cuando no directamente indigerible. Sin embargo, las páginas de Maeterlinck, incluso éstas que preceden a la enumeración de un siniestro programa político de carácter fascistoide, conservan un interés histórico y literario más que evidente. 

Ignacio Vázquez Moliní

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