Conchita Wurst, más cursi y relamido que una perdiz con ligas, sale del coche contoneándose, pero ni de lejos se parece a Priscilla sin afeitar luego de una noche de copas con Terence Stamp. Ya quisiera, para sí, tamaña grandeza y elegancia.
Es, más bien, un mozo puta, como designó Torres Villarroel a los superferolíticos con pretensiones culturetas, redentoristas y finolis. Según se dirige a nosotros, sentados en una terraza del Tívoli en la que damos cuenta de un buen smorrebrod con cerveza, Jennifer Miller, estrella del Circo Queer, iconografiada para la posteridad en el daguerrotipo que le hiciera Annie Leibovitz, y Julia Pastrana (1834-1860), la mujer mono mexicana, se mesan las barbas y me dicen, entre ambas, casi atropellándose:
–Este pájaro es un impostor. Si entrara en el Museo del Prado, las nobilísimas mujeres barbudas de Sánchez Cotán y de José de Ribera, se descolgarían de sus cuadros para correrlo a palos.
Ruego contención. Les digo:
–Bueno, es un performancer, alguna vaina de esas…
Se ríen y callan.
(Un inciso: Para saber mucho más de Jennifer Miller, la gran modelo freak de Annie Leibovitz, y de Julia Pastrana, la mujer mono mexicana, entre otras barbudas históricas, acúdase a la obra de Pilar Pedraza, Venus barbuda y el eslabón perdido, editada por Siruela. La terrorífica historia de Julia Pastrana, además, cobra una importancia tan sobrecogedora como alucinante –aludimos al sentido más puro del término–, en La hija de Kafka, de Mónica Sánchez, novela editada por El Andén hace ya unos años, y que pasó por completo inadvertida aun tratándose de una de las diez mejores novelas españolas de la segunda mitad del siglo XX para acá, opinión que sostengo en reto contra quien sea y basándome, no más, en criterios estrictamente literarios. Mónica Sánchez, periodista española y narradora magnífica, abandonó este país para radicar en México, dado que por aquí el periodismo no está para gollerías y los premios literarios con mucha guita se los dan, entre otras y otros juntaletras, a Nativel Preciado, ja, ja, ja, je, je, je, ji, ji, ji, jo, jo, jo, ju, ju, ju).
Bien. Había resultado que, en mi condición de road manager, contratado por Conchita Wurst, quise ponerme en plan cultureta y hacer que el gaché, ya que se había encoñado con lo de la barba, conociera a un par de damas aquejadas verdaderamente del síndrome de Ambras, o hipertricosis, para que tomase cumplida cuenta. Los movimientos, etcétera… Imagínense.
Como el chorbillo es redentorista, un gay muy guay, abanderado y todo eso, una suerte de marichirli macho dispuesto a ser más o menos monja alférez de la causa –pero con toda la barba que ocultaba la Catalina de Erauso glosada por Thomas De Quincey–, lo primero que dijo, nada más ver a Jennifer Miller y a Julia Pastrana, fue «uyyy, qué monasss», como si acabara de presentarle yo a Madonna ajustándose un arnés con pene de látex, o al bailaor Canales usando un capote de paseo grana y oro al modo de toquilla de aguadora de kermés.
Imposible contenerlas, amigos míos… La muy sarcástica Miller, la de los shows deslenguados, payasa a contrapelo del convencionalismo de los clowns, miró a Conchita Wurst y le soltó despacito, casi dalinianamente:
–Chaval, tú-e-res-gi-li-po-llas (dijo, realmente, smuck, voz del yidish que significa polla, picha, etcétera, y que ha pasado al slang americano en el sentido de tonto de la polla).
Julia Pastrana fue más lejos. Condenada a ser mona por su marido y explotador de feria en feria, maltratada a extremos inconcebibles, felizmente perdida ya toda la paciencia, dio rienda a su burla secularmente contenida. Sin más, se echó mano a popa y extrajo un mojón terciado, que, no obstante, restregó por toda la jeta al chorbillo artisteador y redentorista. Al fin y al cabo, siempre, desde niña, le dijeron que no era humana, sino mona, ¿no?
–Ahí tienes tu barba bien pintada –le dijo Julia Pastrana.
El chorbillo me despidió como road manager, pero a ver quién me quita la risa.
José Luis Moreno-Ruiz