Dice la Wikipedia, y esta vez acierta en el relato, que «Jon Manteca Cabañes (Mondragón, 1967 – Orihuela, 25 de mayo de 1996), más conocido como el Cojo Manteca fue un personaje elevado al rango de icono mediático de finales de los años ochenta en España a raíz de fotografías y videos que le mostraban destrozando mobiliario urbano en una manifestación de estudiantes en enero de 1987».
Conviene recordar esa figura en estos tiempos raros en los que la violencia extrema parece formar parte ya inevitable de nuestras vidas. Prácticamente cualquier reunión numerosa termina -en la mayoría de las ocasiones a pesar de quienes la organizan- en un dramático festival de destrozos, heridos, detenidos, cargas policiales, carreras, contenedores quemados y comercios destrozados. Son los «antisistemas» que nadie sabe muy bien ni hacia dónde van ni de dónde vienen ni qué pretenden pero que terminan poniendo en pie de guerra cualquier manifestación sea del tipo que sea. Y naturalmente provocan después de la batalla los comentarios de una mal entendida progresía se empeña en responsabilizar a las fuerzas de seguridad por la dureza de sus actuaciones ¿frente a quién exactamente? Pues frente a un grupo de radicales cuyo único objetivo parece ser, de entrada, el mismo del cojo Manteca: ninguno. Porque nadie con dos dedos de frente monta las que montan estos por muy antisistemas que se quieran llamar y por mucho pasamontañas que se pongan.
El cojo Manteca, una mezcla de punk y vagabundo, hizo pocas cosas en su corta vida: la primera romper con una de sus muleta el letrero del Metro de «Banco» en Madrid (muy mediático y metafórico). El muchacho iba por la calle de Alcalá y se encontró con una manifestación de estudiantes. Naturalmente no tenía ni idea de qué iba la cosa, pero se unió al lío «contagiado por la violencia» -según luego explicaría-, salió en la foto muleta en mano y empezó el mito. Llegaron las entrevistas y el cojo Manteca se desplomó porque detrás de aquel chaval con el que no pocos sociólogos de la época querían explicar el drama juvenil, no había nada. En Valencia fue detenido por escándalo público al insultar a la Virgen de los Desamparados en su basílica y en Bilbao un grupo le quiso tirar a la ría por realizar gestos obscenos a la banda municipal de música. Menos mal que otros le salvaron. Murió de sida y olvido en Orihuela sin llegar a cumplir los 30 años.
No pretendo extrapolar nada ni comparar la trágica vida de Jon Manteca -por el que sentí y aun siento una ternura tal vez incomprensible- con la de esta nueva generación de antisistemas que sigo sin saber lo que son y lo que pretenden. Lo que a estas alturas me revuelve un poco es el buenismo de una cierta izquierda tibiamente tolerante incapaz de llamar a las cosas por su nombre y que sin atreverse a justificar del todo la violencia de estos jóvenes, se empeña en poner en el otro lado de la balanza la actuación policial. Al final estas cosas siempre se vuelven contra ellos y lo que empieza siendo un «minimayo» del 68 termina en una pesadilla que nadie quiere.
Andrés Aberasturi