Pese al propósito más que evidente de apuntalar la Monarquía y el Régimen que representa mediante la sustitución de su cabeza visible, la abdicación de Juan Carlos y la subsiguiente coronación de su hijo ni satisface la voluntad de un cada vez más creciente número de españoles, ni, desde luego, la necesidad de la nación de reconstruirse en términos de progreso, democracia y modernidad, y de sacudirse, en consecuencia, cuanto le estorba para ello. O dicho de otro modo: los resultados de las elecciones últimas, las primeras desde que el Régimen tocó fondo arrastrando consigo los últimos restos de justicia social, seguridad jurídica, decencia política y democracia que quedaban, no revelaron únicamente el principio del fin del bipartidismo ominoso, sino el del tripartito que compone éste con la Corona, y, por extensión, con la Monarquía reinstaurada por Franco y sancionada de aquella manera por una Constitución, la del 78, que apenas votaron tres de cada diez españoles, los que tenían derecho al voto entonces, y ello sin restar a esa proporción los que pudiendo no votaron y los que votaron que no.
La irracionalidad de la Monarquía, eso de que un país pueda heredarse como se hereda una finca y de que para ello no es menester que concurra mérito ninguno ni aprobación popular alguna, pretende aplicarse una vez más y en unos momentos en que si España necesita algo urgentemente es, aparte de pan, dignidad, justicia y trabajo, racionalidad a espuertas. Que el destino de una nación, de la patria que entre todos componemos, se establezca y se ventile en una convocatoria de prensa sin preguntas de Mariano Rajoy (la mudez de la prensa es la mudez del pueblo), seguida de unos paripés institucionales y de unas liturgias vacías, no es algo que la sociedad española pueda ver sin terminar de indignarse, pues el papel de convidada de piedra que se le asigna ya ni se lo cree, ni lo quiere, ni lo asume, ni se lo sabe.
Felipe V, de infausta memoria, fue el primero de los Borbones, y no es que una buena parte de la gente desearía que Felipe VI fuera el último, sino que no fuera, esto es, que se abriera serénamente, pacíficamente, pero de una vez, el cauce para que los españoles decidieran, expresándolo en referéndum, el Estado que quieren. Su Estado, no el de unos pocos y sus privilegios.
Rafael Torres