Durante el viaje tuve sustos, pero faltaba el miedo y vaya si lo sentí cuando me encontré con una mamba negra. La serpiente más peligrosa no solo por su agresividad sino porque su veneno afecta directamente al sistema nervioso central, y tienes tan solo unos minutos para encontrar un antídoto antes de entrar en una fase terminal, por eso, que casi el 100% de sus picaduras acaba en muerte.
A pesar de su nombre, no es de negra, sino de un color grisáceo. Rápida y ágil se cruzó en mi camino en esas horas en las que ya tenía la mente puesta en fijarme en más allá del camino en busca de un buen lugar donde montar la tienda.
Ese encuentro hizo que esa noche buscara refugio en el primer pueblo que me encontré más tarde, fue en una humilde escuela, ya que todavía tenía el corazón en un puño.
En el pueblo me guiaron hasta una pequeña explanada en la que había un edificio rectangular de hormigón y techo de metal, que en las horas más calurosas del día seguro que se convierte en un auténtico horno.
El director se encontraba a la sombra de un árbol, y no dudó en ofrecerme un aula para dormir, aunque tuve que rechazar la invitación para intentar así aprovechar el fresco de la noche dentro de mi tienda de campaña.
Poco a poco mientras montaba la tienda decenas de curiosos se acercaban a conocerme y a escuchar mi historia. Cuando les decía que venía en bicicleta desde Boke, la primera ciudad que me encontré en Guinea, no dejaban de mostrar su admiración, y eso que estaba a tan solo 300 Km. de distancia. Despertaba incluso más admiración que cuando les contaba que venía en bicicleta de mucho más allá, exactamente desde Indonesia, a más de 40000 Km. de distancia.
Una vez montada la tienda y después de que me ofreciesen ingentes cantidades de mangos, el director gritó a unas niñas y estas salieron inmediatamente corriendo a toda velocidad.
Todavía con la ropa sucia puesta, la cara cubierta de sal por del sudor, y casi con toda certeza que con mi cuerpo desprendiendo un fuerte olor, el director me pregunta: – Ahora querrás lavarte, ¿No? Acabo de mandar a las niñas al pozo para que te traigan agua.
Mientras los niños estaban sentados escuchando mis historias, las niñas cumplían las órdenes del director. Trae agua, busca un mango, limpia este suelo,……
Dos de las chicas que antes habían salido corriendo hacia el pozo, aparecieron por un pequeño sendero entre los árboles con los cubos sobre sus cabezas cargados de agua.
Los dejaron en los baños, y el director les ordenó que limpiasen el suelo.
– No os preocupéis. En serio. Me puedo duchar detrás de esos árboles.
– Deja, deja. Así aprenden que son mis alumnas.
Veo como la más pequeña se tapa la nariz mientras frota el suelo de la letrina.
En cuanto terminó, el director se dio cuenta de que faltaba el “recipiente” para echarme agua.
Volvió a soltar otro grito a las niñas, que salieron a la carrera para ver quién conseguía traerlo antes. La carrera se resolvió en un sprint final, con dos niñas llegando casi al mismo tiempo para entregar los recipientes al director.
Mientras los niños jugaban al fútbol o veían, al igual que yo, como las niñas sufrían un trato completamente opuesto al que recibían ellos.
Después de disfrutar de una refrescante ducha con un cubo de agua en las letrinas del colegio, la explanada del colegio estaba ahora tranquila, y desde dentro de la mosquitera pude apreciar como al atardecer, a una velocidad vertiginosa, el color del aire cambiaba drásticamente y se tornaba en color rosado, y casi sin darme cuenta, la noche se apoderó de nosotros y tan solo veía a contraluz cientos de murciélagos que volaban de un lado a otro.
En el cielo pude ver mientras disfrutaba de un cielo estrellado, explosiones de luz provenientes de algún lugar todavía lejano en el cielo. Estaba ya muy cerca de la época de lluvias.
A la mañana siguiente tuve que madrugar para que no me despertasen de mi profundo sueño los cientos de alumnos procedentes de todas las aldeas de los alrededores.
Antes de entrar en clase, todos los alumnos dieron una vuelta por la explanada que hacía de patio. Las “alumnas” niñas todavía con su cara de recién levantadas recogían las hojas caídas y limpiaban el suelo, mientras los niños se llevaban las manos a los bolsillos.
Es el principio de una larga y dura vida dedicada a servir al hombre.
Javier de la Varga