jueves, noviembre 28, 2024
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Entrevista soñada a Sarah Bernhardt

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Para reafirmarse en su cuerpo, para confirmarse en su piel, después de ponerse las bragas hizo la dama, con las manos, una caricia a sus nalgas.

Napoleón Sarony, el fotógrafo gringo que me acompañaba, displicente, seguía a su tarea mohinoso, despectivo. Antes me había confesado su preferencia por el retrato de los deportistas y sus deportes, antes que hacer el de las divas. Fue bastante desagradable en sus términos cuando añadió que Oscar Wilde había posado para él con mayor entrega y disciplina que la Bernhardt, a la que ya conocía de otros desencuentros.

La actriz continuaba vistiéndose para la escena. En el camerino olía muy bien, a lavandas, a alhucemas y a espliegos de búcaro. Apenas faltaban diez minutos para que se abriese el telón y la entrevista tocaba a su fin.

Girándose ante el espejo, percibía ella en su imagen esa suspensión del tiempo, tacto de la fina lencería, con que las mujeres más hermosas proceden a ornar su cuerpo, sea para la escena –incluida la del amor íntimo– o sea por nada más que ellas mismas.

Perezosa, se daba la prisa de un encuentro posterior a la función de noche –ya lo sabía yo, me lo habían dicho confidencialmente gentes empleadas en el teatro–, en el que acaso una bestia, se me ocurrió pensar a sabiendas de que el sujeto era un parlamentario, un político, no acertara a quitarle con tino y delicadeza la preciosa braga de seda con puntillas de encaje.

–Hay hombres –dije– que no acertarían a quitarle a una dama, con el tacto deseable, esa exquisita prenda íntima.

Se echó a reír y me respondió:

–Sí, esos hombres que se merecen que les claves en el coxis un tacón de aguja –explotó su carcajada como un latigazo de pétalos, y añadió, sabihonda–: Bueno, a algunos les gusta eso… Si yo le contara –y volvió a reír, ahora más sarcástica, por una de las comisuras.

Estaba claro que no hablaría de su flirt, de modo que le hice la última pregunta –luego de que ella me señalara con el dedo el reloj de pared del camerino, cuando el fotógrafo ya había guardado su máquina y resoplaba de hartazgo apenas sin disimulo, como celoso de la diva.

Aludí, directamente, a la sonada ruptura reciente de aquellas relaciones que mantenía, desde años atrás, con otro reputado actor, Lou Tellegen, mucho más joven que ella.

Volvió a sonreír ella, ahora frunciendo el ceño y sin enseñar su dentadura bien corregida con fundas.

–Como escribió Ramón (Gómez de la Serna), “en la disputa de los novios el más iracundo echaría de buena gana polvorones de arena en la boca del otro”. Bueno, él y yo éramos igual de iracundos. ¿Nos imagina en el escenario, con la boca llena de arena? ¡Ja, ja, ja!

(Sarah Bernhardt, no había leído a Ramón, es más que seguro, pero en tanto que esto es un sueño, una ucronía, podríamos decir que sí lo hizo, incluso cuando aún le faltaban a Ramón Gómez de la Serna dos años para nacer, pues en los días habaneros de aquellas coyundas formidables que la diva y el torero Luis Mazzantini se gozaron, él, de quien se dice que fue muy culto pues tenía estudios y tocaba el violín, se lo había recomendado… Imbecilidades mayores se leen en el presente, en eso que designan como novela histórica…).

Casi al momento salió del camerino Sarah Bernhardt, dando un portazo, jaleándose con otra carcajada y gritos de ánimo propios de un vestuario deportivo, al unirse en el pasillo a otros actuantes:

–¡Vamos! ¡Vamos!

No en vano, representaba Medea, de Eurípides.

El fotógrafo dijo que aquella mujer era una impertinente y que él prefería a los boxeadores. Al sobrino de Constance Lloyd, la esposa de Wilde; aquel Arthur Cravan, tan malo en el cuadrilátero, pobre, como en los versos.

Estuve a punto de insultarlo, por imbécil y dengoso, pero encendí un cigarrillo, nada dije, y me acerqué a oler las lavandas, las alhucemas y los espliegos del búcaro, mientras él abandonaba el camerino para irse a la redacción.

Hubiera preferido yo ir acompañado de Felix Nadar, el fotógrafo que retrató desnuda a la Bernhardt, de muy joven ella, necesitada de dineros. Pero me acordé cuando ya no había caso.

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José Luis Moreno-Ruiz

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