Suele pasar, entras a tomar un vino en una tasca de tu pueblo y te caen 25 años encima. Sucedió exactamente así, cuando en una escapada de finde al traspasar los umbrales del Vino Tinto fui encarado por cuatro sujetos que, sin darme tiempo a reaccionar, proclaman al lado de la parrilla:
- Ya sabes que estás de aniversario. Hace 25 años que salimos del colegio.
A bocajarro, sin florituras ni rodeos. No lo sabía, claro. Ni idea. Les miro atento y apenas pongo nombre a uno. No sé ni cómo me han reconocido tras largos años de ausencia de La Meseta, tan instalado en un mundo donde dejé mi cabellera para regresar más mesetario que nunca de barba cuajada y ojos inquietos de mirar horizontes.
De ese encuentro han pasado meses, pienso al mirar a un San José iluminado de sol de Junio entre el cielo y el suelo. La puerta principal ante nosotros desemboca en un cuarto de siglo. Entro de la mano, como la primera vez, y el escudo imponente nos recibe desde la historia. Enfrente el patio fosforescente y contemplativo sigue igual, custodiado entre pasillos de azulejos y trofeos. «Bodas de plata» a un lado, «Bodas de oro» al otro. Dos orlas como dos esquelas gigantes se posan como un pésame alegre. Me acerco a la mía y me reconozco saludándome burlón en el espejo biográfico, «nos vemos de nuevo», sin arrugas, y rodeado de mis viejos camaradas que hoy, vaya, no están aquí.
Hay ruido de personal que entra, caras que no han cambiado, “te he reconocido enseguida” y nos vamos camino a la capilla donde me saluda un tipo afable con cara de bueno. Nos abrazamos con efusión y tras minutos de conversación me da rabia no saber quién es, pero no digo nada por si se siente ofendido, continuando la plática con esa naturalidad que dan las tablas de la experiencia.
La ceremonia comienza, concelebran 6 jesuitas acompañados por música de cuerda. Hace 25 tacos la homilía versaba sobre tirar piedras a la luna para afianzar la ambición de los aspirantes a prohombres. Ahora reconocemos, en examen de conciencia, que alguno estará llegando, otros aterrizando, alguno estrellado con el boomerang de la piedra y los menos, o más, en órbita. Entonces teníamos todo el futuro por delante, ahora, a mitad del porvenir, estamos en tiempo de matizar. Nuestros colegas de bodas de oro escuchan atentos su lista de caídos mientras ya portan su nombre en la solapa. Son el siguiente paso.
De camino al refrigerio, bendecidos y comulgados, pasamos por nuevas bibliotecas tipo inglés y aulas sin encerados negros de tiza y borrador, haciendo así desaparecer la estética de un mundo que acogió a una generación nacida entre dos mundos. Nosotros, chicos del baby-boom católico-desarrollista de la España de los primeros setenta que dejó el cole al final de los 80. Desde el inicio de la spanish-new-age hasta el final de la Movida, casi nada. Para algunos, progreso, para otros decadencia, cambio radical en todo caso.
En estos años turbulentos el buque de contención y guía fue el colegio, los jesuitas. Barco en que entramos católicos por herencia y salimos humanistas por moda, disfrutando los últimos legajos de una trascendencia con ecos de provincia nacionalcatólica para desembocar en una inmanencia humanista, posmoderna y globalizada. De las clases inauguradas por el credo campesino del Hermano Martínez cantando “el romano imperialista, puñetero y desalmado” con esa euforia posconciliar – nosotros no lo sabíamos entonces – que, con su famoso y letal aggiornamento, iría desmantelando sutil, jesuíticamente diríamos, en la EGB limbos y purgatorios hasta llegar a un BUP entre Froidiano y escéptico para acabar kantianos sin saberlo en COU. Todo un cambio sutil y llevado sin estirones ni estridencia por la astucia jesuita.
Veo que hay ordenadores ahora. Académicamente tampoco me acuerdo de mucho, con esa manía autodidacta en busca de vocación, pero si tengo gravados a fuego los tonos del MI-SOL-SI-RE-FA-FA-LA-DO-MI al SUM-ES-EST-SUMUS-ESTIS-SUNT. La única enseñanza verdaderamente humanista, por entonada, tan previa a especializaciones de Ciencias puras, selectividades y demás historias técnicas que llevan a una especialización sin lenguas madres ni música clásica.
Abandono mis reflexiones al salir en este paseo alegre, circular y eternoretornista para inmortalizarnos la sonrisa en foto de patio de columnas en el mismo lugar donde me retrataron ya 12 veces.
Comemos canapés entre saludos generacionales y tintos de la tierra sintiéndome observados por miradas que vienen de colegas de antaño que ya descansan en sus orlas. Me acuerdo del Club de los Poetas muertos, y en un aparte, vamos a brindar por ellos, los de antes de mi tiempo, eligiendo 1914, donde un grupo de niños con pinta de oligarcas posan dandis con trajes negros y pañuelos blancos mirando fijamente a la cámara traspasando el tiempo desde su conciencia de poder.
Alzamos la copa y una mujer rubia aparece de repente como un ángel de Goya para advertirnos que ella está celebrando las de oro y que ayer, no se nos olvide, ayer como quien dice, terminó de celebrar las de plata. El tiempo pasa, sentencia. Nos ha leído el pensamiento y el alma antes, mientras comíamos empanadillas y saludaba a su hijo, sonríe y se va. Los niños del 14 mantienen la mirada directa y asienten el discurso de la señora. Al sacarles una foto desde mi cámara posan con más energía y no puedo evitar que la orla se inunde del reflejo del patio en su verdor de santidad, entrando como una enredadera efervescente de vida sobre el musgo sepia de la foto.
Salimos de la mano y en paz, como hemos entrado, tras un cuarto de siglo de biografía cerrada como el sepulcro del Cid. Fuera, el sol se hace contrareformista y calienta la Meseta iluminándonos en el viaje vital mientras pienso en verso libre que, como dice el poeta, “vayas donde vayas, la ciudad va contigo”.
J.M. Novoa