sábado, septiembre 21, 2024
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De cómo Annie Oakley se hizo tiradora de rifle

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Puede que Barbara Stanwyck se negara a hacer esa escena cuando interpretó a Annie Oakley para el cine en 1935, pero a Annie Oakley la violó en un lodazal, a la edad de 15 años, un tal reverendo Peterson.

Pocos después Annie le reventaría a tiros los huevos, cavaría con sus propias manos –vale decir que con una pala y un pico– una tumba, y allí arrojó el cadáver de Peterson, que fue dado por desaparecido.

La propia Annie dijo que lo había visto huir en una carreta, acompañado en el pescante por una mujer forastera que lo fuese a recoger de madrugada. A nadie habló ni de la violación sufrida ni de su venganza. Ni a su esposo, el también tirador Frank Buttler, diría una palabra de eso. Ni siquiera a Buffalo Bill se lo contó jamás. Ni al bueno de Sitting Bull cuando se emborrachaban juntos en las horas de asueto del circo.

Todo esto se sabe gracias a las confidencias que hiciera el presidente de los Estados Unidos, el republicano William McKinley (1844-1901, asesinado por el anarquista León Czolgosz), a su biógrafo, James Rusling, periodista del semanario metodista neoyorkino The Christian Advocate, mandatario estadounidense, McKinley, artífice de la derrota española de 1898 en Cuba, Puerto Rico y las Filipinas, si bien no llegó Rusling a publicar las dichas confidencias, aunque sí a referirlas de viva voz en diferentes foros, en especial si era de noche, llovía y bebía más de la cuenta para entrar en calor, notorio borrachín, James Rusling; deliciosa fuente de información de tantos escritores y periodistas yankees de aquel tiempo.

McKinley concedió audiencia a Annie Oakley una vez consumadas las primeras victorias sobre los españoles.

Larga fue la conversación entre el presidente de los Estados Unidos y la prodigiosa tiradora. Congeniaron. Y Annie se sinceró, refiriéndole el asalto sufrido, del reverendo Peterson, y su posterior conversión en victimaria del clérigo. Y en la sublime tiradora de rifle que fue –también tiraba de maravilla con revólver, y lanzaba cuchillos con no menor puntería que un sioux, aunque tenía eso por un número de circo barato y el revólver le parecía poca cosa, un arma en nada noble por pequeña y recurrente, utilitaria.

McKinley, que era bonachón, a pesar de su afán político un tanto expansionista, quitó hierro al asunto; y además había concedido audiencia a Annie Oakley para resarcirla de aquello que, muy a pesar del presidente, podía haber tomado ella por descortesía.

En efecto, William McKinley ni se había dignado en su día contestar aquella histórica carta (en Internet se encuentra: http://www.archives.gov/research/recover/example-02.html) en la que Annie Oakley le ofrecía los servicios como tiradoras de élite de un total de cincuenta mujeres, comandadas por ella, capaces de abatir en Cuba tantos o más españoles que los abatidos a lo largo de la historia de España por sus sucesivos gobernantes.

Seguramente no había contestado McKinley a la carta de Annie Oakley por lo distraído que andaba con la guerra. Caballeroso, no obstante, supo dar satisfacción a la tiradora, cuando al saber de su presencia en Washington la llamó a la Casa Blanca para recibirla con todos los honores y decirle que había agradecido en el alma su ofrecimiento de voluntariado, cosa que le rogaba transmitiera a las otras damas fusileras igualmente dispuestas a dar en combate hasta la última gota de su sangre, pero que había desestimado la posibilidad de enrolarlas en el cuerpo expedicionario dispuesto para combatir en Cuba porque jamás hubiera podido perdonarse la pérdida de una sola de ellas.

—Bueno, bueno; han pasado tantos años –dijo el presidente McKinley– que no cabe tener en consideración aquel episodio… Al menos, si el bellaco reverendo sirvió de abono a una mínima parte de nuestra amada tierra –aquí dijo McKinley directamente our beloved land–, quizá le haya perdonado Dios su infamia… ¿Y dice usted que le reventó a tiros… sus partes? ¿A qué distancia? –pareció ahora más animado, menos solemne.

—Sí, presidente –también mostró mayor vivacidad Annie Oakley–, le reventé los huevos –aunque dijo directamente nuts–. Bueno, lo llamé desde lejos. Quería disfrutar viéndole la cara de miedo, ¿sabe? –aquí dijo Annie Oakley You know?–. Y se la vi, presidente, se lo juro… Estaba muerto de miedo… Bueno –dijo aquí Well, y prosiguió–; el caso fue que cuando lo tenía a poco menos de media yarda le disparé el primer tiro, sin echarme el rifle a la cara, así, desde la altura de mi cadera… O. K., le tiré donde más o menos tenía que tener el huevo izquierdo, primero, y luego donde más o menos tenía que tener el huevo derecho, y después al centro, donde debía estar la polla –aquí dijo Cock, pues aún no se utilizaba en América el término inglés Prick, ni el yidish Smuck–, haciendo muy rápidos los tres disparos, porque no quería derribarlo con el primero, no me hubiera gustado tener que dispararle después hallándose en el suelo… No murió en seguida, sin embargo; hube de despenarlo con un cuarto tiro entre las cejas, que recibió bocarriba. Antes de enterrarlo comprobé que, efectivamente, no había fallado ni un solo tiro; tenía los nuts y el cock reventados.

—¡Vaya, genial! –exclamó el presidente McKinley, sin poder evitar acto continuo una gran carcajada.

Annie Oakley, que había hecho su relato con gran mesura y economía de gestos, como habrá podido colegirse de sus palabras, no pudo evitar reírse también, contagiada por su presidente.

Luego tomaron un té con pastas, Annie Oakley le hizo entrega oficial de uno de sus rifles, McKinley correspondió regalándole un revólver de plata con munición igualmente de plata, y así quedó la cosa hasta que James Rusling comenzó a contar el caso.

Ring Lardner y O. Henry –dicen que también Ambrose Bierce– estuvieron a punto de escribir sobre aquello, pero sólo lo hicieron parcialmente, sin revelar el secreto, camuflando la historia en cuentos.

(Ring Lardner, al cabo, se entretuvo con una rubia a la que conoció en una velada boxística; O. Henry no halló en la cosa el vértigo que requerían sus trick stories; Bierce ya andaba pensando en la eutanasia mexicana como solución a sus, al parecer, problemas existenciales, y además le jodía seguir con tanto cuento después de comprobar, sobre todo, que sus historietas no eran tan bien aceptadas en Europa como las de Bret Harte).

Y from there to Neverness, como recordaba Borges que dijo el obispo Wilkins, también inventor del término Everness, que a Borges gustaba mucho más que Eternity.

Lo que nos importa, a fin de establecer definitivamente el momento en que Annie Oakley decide hacerse tiradora profesional en ferias, y retar a hombres –muchos de ellos auténticos asesinos–, y ganarse la vida, en fin, asombrando a todo el mundo con su certeza en el disparo: Matar al reverendo Peterson fue lo que hizo ver a la aquel día menárquica –el día que lo mató– Annie Oakley que podía acertar con su rifle en algo más que en la cabeza de un animal grande y comestible, aparte de salvaje; que podía hacer blanco, en fin, incluso en las cosas más mínimas, como la ceniza de un cigarro.

 

José Luis Moreno-Ruiz

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