Me gusta pasear por los jardines de la Fundación Gulbenkian. Suelo llevarme algún libro. Después de bordear los estanques y admirar esas carpas japonesas que parecen amaestradas, tanto que parecen sonreír cuando llega algún niño dispuesto a lanzarles unas migas del bocadillo de su merienda, me siento un largo rato en cualquiera de los bancos para leer un par de capítulos.
Tenemos la suerte de contar con este hermoso parque, algo húmedo en invierno, pero una pura delicia en cuanto se asoma la primavera a Lisboa y, sobre todo, con la Fundación de aquel potentado armenio del petróleo, que llegó a nuestras tierras un poco por casualidad, después de que Franco le negara instalarse en España. Uno, que ya tiene cierta edad, recuerda haber visto en su infancia a aquel personaje, Calouste Gulbenkian, mientras paseaba muy despacio bajando la Avenida da Liberdade hacia el Rossío. Era un señor muy elegante, bajito, de gestos pausados. Caminaba casi todas las tardes desde el hotel Aviz, donde residía –que la piqueta y los especuladores eliminaron-, hasta casi llegar al Tajo, seguido a unos pocos metros por un gigantesco y silencioso Rolls-Royce conducido por su fiel chauffeur.
Gran coleccionista, legó las obras que fue acumulando a la Fundación Gulbenkian, que dispone de una extraordinaria colección de arte y también de una cantidad ingente de cerámicas –muchas de Persia-, tapices, platas y mobiliario, procedente en su mayor parte de los tesoros adquiridos en su día por su fundador. Tiene también un edificio anexo en el que se exhiben las obras más contemporáneas, el CAM, Centro de Arte Moderno, www.cam.gulbenkian.pt, una magnífica biblioteca y, sobre todo, varias salas de conciertos en los que las que los lisboetas podemos disfrutar desde grandes interpretaciones sinfónicas hasta recitales de piano y entrañables grupos de jazz.
El pasado día 1 de junio, después de almorzar en uno de mis restaurantes favoritos, O Polícia, que está justo enfrente de la entrada trasera de la Fundación Gulbenkian, estuve paseando un buen rato por los jardines. Me senté después a leer y, quizá, llegué a echar una cabezadita. Luego, a las siete en punto de la tarde, asistí al concierto que dio la Orquesta Teresa Carreño, seguramente una de las mejores iniciativas culturales de Venezuela. La dirección corría a cargo de Christian Vásquez, animoso y siempre entregado músico que mantiene tan entusiasta proyecto en un magnífico nivel de excelencia.
Esta orquesta está formada por jóvenes de entre 16 y 25 años y es el resultado de un loable esfuerzo de Venezuela, desde hace décadas, por llevar la música culta a todas las capas de la población.
En el concierto de Lisboa, tuvimos la oportunidad de disfrutar de la música de Richard Strauss, -un Don Juan inigualable-, de Manuel de Falla, con El sombrero de tres picos, y sobre todo, de una interpretación fabulosa de la Sinfonía Patética de Tchaikovsky.
Después del concierto hubo allí mismo un cocktail, ofrecido por la embajada venezolana. Yo no pensaba quedarme, pero justo cuando me dirigía a la salida, me vio Víctor Muñoz, el Secretario de la embajada, al que conozco desde antiguo, y no tuve más remedio que quedarme un rato. La verdad es que no me arrepentí. Pasé un rato excelente charlando con unos y otros. Algunos de los jóvenes músicos me contaron su historias y cómo descubrieron la música, que en muchas ocasiones les ayudó a salir de situaciones muy difíciles. El embajador venezolano, el general Rincón, estaba entusiasmado. También saludé a mi buen amigo, el antiguo embajador suizo, Rudolf Schaller, gran amante de Lisboa y buen jugador de golf, que al jubilarse decidió quedarse a vivir entre nosotros.
Rui Vaz de Cunha