sábado, septiembre 21, 2024
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El Archiduque de Bruselas

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Repartidos un poco por toda Europa, sobreviven algunos locales que mantienen su esencia a través del tiempo. Son pequeños oasis en los que el viajero, nunca el turista, se refugia del cansancio de una larga jornada y, tal vez con un fondo de jazz, disfruta de un cocktail preparado como mandan los cánones, mientras rememora lo que, con una mirada que se niega a renunciar al asombro, ha descubierto horas antes en la ciudad visitada.

Estos peculiares bares, como el Archiduc, apuestan por mantener su verdadera esencia con una tenacidad digna de elogio, contra el viento de esa omnipresente uniformidad impuesta por las franquicias y de la imparable marea de las modas absurdas.

Otros muchos, sin embargo, han sucumbido ante tan desproporcionado embate. Tal es el caso del entrañable Greenwich, en la rue des Chartreux, a dos pasos del Archiduc, donde uno podía llegar y disputar una tranquila partida de ajedrez con cualquiera que allí estuviera. Cierto es que ha sido restaurado con todo cuidado, recuperando el esplendor de las doradas molduras y de sus magníficas vidrieras modernistas. Pero ahora ya no queda nada que recuerde aquel Magritte que, entre espesas nubes del humo de pipa, intentaba vender alguno de sus ininteligibles cuadros a cualquier apacible ajedrecista. Ahora el Greenwich se dedica a la gastronomía moderna, aunque respete un poco los modos e ingredientes de la cocina belga.

En los frenéticos años treinta fue el refugio perfecto para amores fugaces

El Archiduc está en la rue Dansaert, junto a la Bolsa de Bruselas. En los frenéticos años treinta fue el refugio perfecto para amores fugaces, bajo la permisiva mirada de su mítica fundadora, la famosa Madame Alice de imborrable recuerdo.

Desde entonces, el Archiduc ha cambiado mucho. Ya no están allí las pesadas cortinas que protegían la intimidad de los amantes en los reservados del piso de arriba, abierto con una barandilla circular que recuerda las de los hermosos paquebotes de antes de la  guerra mundial.

Permanecen, sin embargo, los sillones y los bancos tapizados con un terciopelo ajado en el que se van borrando los motivos geométricos, a la vez que se difuminan cada día un poco más los brillantes colores de antaño. También sigue allí, sorprendentemente bien afinado, el piano de cola fabricado en 1929. Está enmarcado por las dos columnas de hierro que mantienen el piso superior y que se han convertido, de alguna manera, en el emblema del Archiduc. El piano ha resistido bastantes noches de buen jazz, otras en las que Nat King Cole se dejaba la voz entre un público revoltoso y, sobre todo, muchas en las que cualquiera tocaba lo primero que se le ocurría.

Pero si hay algo en el Archiduc que se mantenga inalterado son los combinados y cocktails de otros tiempos. Uno puede tomarse con total entrega uno de los mejores drymartini de Europa o un insólito screwdriver. Mi amigo Camilo, que de estas cosas entiende, siempre pide un mélange, el Georges Simenon, que en su día hizo fortuna y del que nada más añadiré para que sea el lector quien lo descubra, tal vez releyendo además alguno de sus libros.

Ignacio Vázquez Moliní

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