El todavía líder socialista, Alfredo Pérez Rubalcaba, dijo este miércoles en el Congreso que el PSOE no renuncia a su espíritu republicano. Eso no le impidió unirse al bloque constitucional, junto al PP y UPyD, para dar cauce jurídico a la renuncia de don Juan Carlos de Borbón, en los términos previstos, aunque no desarrollados, en el artículo 57 de la Constitución.
Y votar afirmativamente la ley orgánica, que ahora se tramitará en el Senado, a fin de favorecer la normalidad del proceso sucesorio, tampoco le impidió apostar por una reforma constitucional que repare los desperfectos que el paso del tiempo y la fatiga de materiales ha producido en las instituciones ahormadas en el consenso de 1978. De ahí a considerar agotado dicho consenso, como sostuvo el portavoz de CiU, Durán i Lleida, hay un largo trecho. Mayor es el que se reflejó entre las posiciones inmovilistas del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, al que se le hace un mundo la sola idea de abrir la Constitución al retoque de piezas que no funcionan y las posiciones claramente rupturistas, por no decir extravagantes, defendidas por los portavoces que hablaron de la República como si fuera el bálsamo de Fierabrás. Escuchando sus razones y, sobre todo, constatando el descaro de algunos, uno se deslizaba de forma natural hacia una conclusión irrebatible: verdaderamente el régimen de Monarquía Parlamentaria no tiene parangón en el respeto a las minorías.
Ningún otro sistema es tan tolerante como el que escucha con normalidad y sin aspavientos a quienes proponen la voladura del mismo. Un respeto y una tolerancia no correspondidos, al menos en el uso de las buenas formas. Dicho sea pensando, por ejemplo, en la acusación de Cayo Lara (IU) al Rey don Juan Carlos de tratar a la Corona como si fuera una propiedad privada. O en la calificación de los dos grandes partidos, PP y PSOE, de «partidos dinásticos» que organizaron la votación del miércoles pasado como «una maniobra palaciega».
Con franciscana paciencia democrática los representantes de la inmensa mayoría de los españoles asistieron al lamentable espectáculo de ver y oír cómo en el templo de la soberanía nacional se proclamaba la «república catalana» (Alfred Bosch, ERC), se afirmaba que el sistema vigente ha nacido de un chantaje (Aitor Esteban, PNV) o que es «cárcel de los pueblos», como dijo Sabino Cuadra, portavoz de Amaiur (antes Batasuna), cuya boca parecía un vertedero.
A mi juicio, todo eso es prueba concluyente de que difícilmente los márgenes de la libertad podrían ser tan alto en un régimen distinto al alumbrado por los constituyentes en 1978. Y debería bastar para comprender por qué la votación del miércoles (299 sí, 19 no y 23 abstenciones) era necesaria para hacer efectiva la abdicación del rey. Lo demás son las ganas de enredar de quienes ignoran que los españoles no sufren pensando si será mejor que el jefe del Estado sea alguien como el futuro rey, Felipe VI, o un presidente como Zapatero, Jesús Posada o Manolo el del Bombo.
Antonio Casado