Nadie sabe decir con certeza, todavía hoy, si es verdad o no que el doctor inglés P. M. Roget rechazó los dibujos de caballitos que le hiciera aquel niño de apenas seis años, Henri Marie de Toulouse-Lautrec-Monfa, para su zoopraxiscopio. Nadie. Consta únicamente lo que solían contar eso, casi a dúo, y entre risas, los hermanos Lumière. De ellos, Louis, que era el más leído, apostillaba encima, a saber si adelantado de las taxonomías clínicas:
–¡Pobre monstruo, engendro de la picnodisostosis! –y aunque en este punto cercenaba de raíz su risa, por conmiseración al menos aparente, no es menos verdad que quienes le oían referir la historia coronaban su decir con un dosel de finas carcajadas, pues eran todos artistas.
Los hermanos Lumière eran bastante coñones. Se reían de todo quisque y gastaban el dinero a manos llenas, derrochones, no obstante lo cual, aquel 28 de diciembre de 1895, cuando la primera exhibición de su cinematógrafo en el Grand Café du Boulevard des Capuchines, salieron a recibir muy cumplidamente a uno de los treinta y tres invitados a la demostración, que no era otro sino Toulouse-Lautrec, el que iba acompañado de dos sonoras putas pintarrajeadas cual afiche, pero también de su señora madre, la condesa Adèle, ya anciana.
Claro, las bromas posteriores de los hermanos Lumière fueron no ya salaces, sino directamente crueles.
Contaba el inglés Ervin Roubsy, un puritano de tres pares de cojones, máximo competidor de los franceses en la pugna por la captación de las imágenes en movimiento, contaba el tal que los Lumière se dieron a la preparación y rodaje, después de lo del tren, de brevísimas impresiones pornográficas en movimiento. Según Roubsy, fueron las protagonistas aquellas putas de Toulouse-Lautrec, que se pasaban al enano de la picnodisostosis de teta a teta y de vientre a vientre, el cual, como un caniche, las homenajeaba cunnilinguamente –y sin quitarse el sombrero, lo que acaso quiera decir que la cosa no le parecía de chapeau– entre los gritos de ánimo de los Lumière, muy deportivos, mientras filmaban.
En unas memorias sin duda apócrifas, pero atribuidas a la condesa Adèle de Toulouse-Lautrec, madre del afamado pintor, se habla de aquel primer encuentro del niño Henri Marie de Toulouse-Lautrec-Monfa con el inventor del zoopraxiscopio, P. M. Roget. Por lo que ahí se refiere –y no se les ocurra pedir más datos, ni precisiones, a un narrador omnisciente–, Roget y la condesa de Adèle de Toulouse-Lautrec habían entrado en amores clandestinos al poco de la llegada del erudito británico a París, y que por eso el tal aceptó a su amante la pretensión de que fuese su niño, que dibujaba ya bastante bien, quien le pintara aquellos caballitos para una demostración de su zoopraxiscopio (lástima que no haya grabación ni filmación en la que Salvador Dalí lo diga: zoopraxiscopio).
Siempre según ese relato probablemente apócrifo, los dibujos de las nobles bestias que hiciera el niño Henri Marie de Toulouse-Lautrec-Monfa, eran perfectos; acaso, de grupas más espectaculares que las pintadas en Inglaterra a los caballos en cuadros testimoniales de un gran Derby, grupas cual nalgas de meretriz morcillera, pero buenos los dibujos, al fin y al cabo. A Roget, según parece, no le disgustaron en principio los dibujos; incluso aceptó a su amada que tenían un algo muy familiar, como si el niño Henri Marie de Toulouse-Lautrec-Monfa hubiera acertado a retratar a su mamá, y ya procedía el artista y erudito doctor a llevarlos a su pantalla giratoria, cuando la infeliz condesa Adèle de Toulouse-Lautrec tuvo a bien, de tan orgullosa, hacerse acompañar del hijo a las primeras horas de una tarde y presentárselo a Roget.
Nunca lo hubiera hecho. Hombre un algo hiperestésico, hipocondríaco y tembloroso, quizá un parkinsoniano en esa primera fase de la enfermedad caracterizada por unas tremperas matinales del carajo, lo que es decir priapismo exigente y doloroso, sufrió Roget, sin embargo, un shock inhibidor, en cuyas imaginaciones vio a la condesa Adèle, potrancota, culo en pompa, pariendo al potrillo aquejado de picnodisostosis, una idea perversa que se le acrecentó al observar la sonrisa del niño Henri Marie, de dientes ya descomunales, caballunos, no obstante sus meros seis años de edad.
Dijo el doctor Roget, pues: No, no, no y no… Echó sin la menor consideración, de su estudio, a la madre y al hijo.
Una lástima, pues ya no le podemos atribuir la invención del género gore, por ejemplo; ni la del cine de terror, sin ir más lejos, o del cine pornográfico para afectos a las taras. Siempre hay algo en lo verídico, que no en lo verosímil, que pugna contra esa máxima periodística: Nunca permitas que la realidad te arruine un buen reportaje.
José Luis Moreno-Ruiz