Dice el lehendakari vasco Iñigo Urkullu -con un cierto gesto de comprensible decepción- que nada ha cambiado entre lo que había antes y después de la proclamación de Felipe VI. Tiene razón. Como tienen razón otros muchos colectivos que -al parecer- esperaban que tras la abdicación de Juan Carlos I, su hijo, en su primer discurso ante los representantes del pueblo y otros allegado, no proclamara directamente aprovechando el momento el comienzo de la III República, no diera un sí rotundo a la secesión de Cataluña o Euskadi -incluso de Galicia o Canarias- o pusiera en la picota pública a su cuñado Urdagarin con nombre y apellidos. Otros echaban de menos que no se extendiera más en la crisis económica y hasta un diseñador de tres al cuarto señaló que el vestido de la nueva Reina era como de primera comunión. Aquí, lógicamente, cada uno tira para lo suyo y siempre resulta tentador protagonizar un minuto de tele.
Al margen de estas opiniones, los medios en general -salvo algunos articulistas que se sienten en la obligación de dar la nota- acogieron bien el discurso poniendo cada cual el énfasis en algún aspecto determinado. Lo que resulta del todo chocante es que en muchas tertulias y algunos editoriales, se hable de los retos a los que se enfrenta el nuevo Rey. Porque, constitucionalmente, Felipe VI ni debe, ni por supuesto puede, solucionar prácticamente nada salvo su propia casa, poniendo sobre Zarzuela, como dije en su momento, un techo de cristal y estoy seguro que lo hará en la medida de lo posible. Pero el Rey solo puede sancionar las leyes de los gobiernos, tiene firma en el BOE pero ningún poder de decisión en la gobernabilidad del Estado. Ni puede solucionar el conflicto catalán, ni hacer una reforma fiscal, ni siquiera mandar un batallón a una misión fuera de España si no es con el permiso de las Cortes.
Felipe VI puede y debe fomentar el encuentro y el diálogo hasta con los republicanos
Y pese a todo, su discurso fue renovador en muchos aspectos hasta el punto de que una compañera de Onda Cero -lamento no saber su nombre- tuvo el hallazgo de nombrarle como Felipe 6.0, que es realmente lo que va a ser, un jefe de estado del Siglo XXI. Y la tarea más urgente es disipar la desmoralización general que vivimos los españoles gracias a la clase política y a la propia institución que él representa. Y por ahí debe empezar cuando parece que estamos a punto de que concluya la instrucción del caso Nóos. Ignoro qué presiones podrá tener el nuevo Rey en este asunto, pero no van a ser pequeñas porque siempre hay «amigos» dispuestos a hacer «favores» que al final se vuelven contra uno. Dejar a la Justicia -como ha recalcado en su discurso- al margen de toda sospecha, sería lo mejor y sin un cuñado e incluso una hermana tienen que pasar un mal trago, es el precio que tendrá que pagar Felipe VI para empezar a demostrar que de verdad todos los españoles somos iguales ante la Ley. Ver, oír, escuchar a todos es lo único que nuestro sistema parlamentario le ha dejado Jefe del Estado; pero tampoco, no nos engañemos, puede y debe fomentar el encuentro y el diálogo hasta con los republicanos que legítimamente aspiran a cambiar el modelo.
Lo que no tiene mucho sentido es pedir al Rey lo que el Rey no puede hacer y lo que no tiene mucha educación es permanecer de brazos cruzados cuando el resto aplaudía su intervención. Claro que peor hubiera sido que quienes esto hicieron hubieran estado acompañado al darwiniano Jorge Verstrynge que después de estar en la derecha extrema, se pasó al PP, luego quiso entrar en el PSOE y ahora anda acompañando a Podemos, hasta que unos policías lo detenían ayer en una manifa a favor de la república: «Me trataron como a un perro» ha dicho el profesor que lucía camiseta con la bandera tricolor, para añadir que la actitud de los antidisturbios fue «chulesca» y «africana». ¿Africana…? La mano derecha de Fraga, haciendo amigos y sacando al demócrata que lleva dentro.
Andrés Aberasturi