Salí sano y salvo de Guinea, y me libré del tan temido brote de ébola gracias a los consejos de un coronel del ejército guineano que al encontrarse conmigo me paró lleno de curiosidad y me preguntó por qué no me trasladaba en camión que era mucho más rápido que en bicicleta.
Al preguntarle sobre el ébola me comentó que tenía que lavarme siempre las manos antes de comer; «como en Israel, que por lo visto se lavan las manos todo el rato». Sus sabios consejos me guiaron durante mi estancia es su país.
A las pocas horas del encuentro y mientras esperaba en un humilde cuarto a que me sirvieran un triste plato de arroz le pedí a la mujer, que cocinaba en el fuego una gran olla, una cuchara.Tardó poco en
alcanzarme una con un par de granos de arroz pegados pero no secos, cogió una jarra de plástico de la madera que hacía de mesa y me la devolvió llena después de sumergirla en un cubo de agua abierto y en mitad de la calle, pero no me preocupé porque antes de sentarme a la mesa me había lavado las manos tal y como me había indicado el coronel.
Cada vez que mencionaba la palabra ébola la gente se lo tomaba a risa y me miraban mostrando escepticismo, y no fue hasta que al llegar a la ciudad de Fria, en busca del único negocio con electricidad, me encontré con una sucursal de un banco donde me hicieron lavar las manos con agua y cloro antes de entrar.
Había un cartel en la puerta de entrada en el que se podía leer: “Juntos podemos vencer al ébola”
Pero la mayoría de la gente desconoce lo que es el ébola, y lo que sucede al sur de su país, y las noticias que les llegan a través de la radio es escasa y desinformativa.
De Fria me dirigí hacia Telimele, una pequeña ciudad en la región montañosa del Fouta Djalon donde solo se puede llegar por caminos de tierra.
Una ciudad tranquila y remota alejada del brote en las regiones forestales del sur, donde casi nadie conocía las noticias y por ello que a día de hoy haya acabado como uno de los lugares más afectadas
por el ébola. Cuando pasé por allí, me sentía en el lugar más seguro del mundo.
Viajando en bicicleta era imposible seguir los consejos de la OMS,pero no me preocupaba porque las posibilidades de contagiarme eran casi nula.400 casos en 5 meses, no son muchos casos si estamos
hablando de Guinea, además la enfermedad solo se contagia en estado avanzado y no de incubación, y es tan letal y rápida que no da tiempo a su propagación.
Desde fuera las pocas noticias que llegaban eran desalentadoras y dignas para que cundiera el pánico, pero a pesar de ser los africanos gente bastante miedosa, nadie parecía tomarse en serio esta mortífera enfermedad dentro del país, el más afectado, no así en los países vecinos que había decidido cerrar sus fronteras.
En la página de la BBC leía con cautela que el miedo se había extendido en la población, y nada más lejos de la realidad la vida de los guineanos transcurría con total tranquilidad e indiferencia. Preocupaba más los resultados de los partidos de fútbol que la situación de la enfermedad.
Fue en la frontera entre Guinea y Malí, cuando a la salida del primer país pude ver el primer control sanitario donde una enfermera dormía la siesta, protegiéndose de las dentelladas del sol ardiente, dentro de una cabaña que hacía de dispensario para controlar los posibles casos y evitar la propagación de la enfermedad al país vecino, que se decía se dieron algunos brotes que luego fueron desmentidos.
Por no pedir no me pidieron ni el pasaporte, y sin darme cuenta entré en Mali sin pasar ningún control, así que tuve que volver y buscar la caseta de inmigración para formalizar mi salida mientras la enfermera
seguía dormida.
Entré en Bamako bajo un sol abrasador que mordía mi piel y conseguí cruzar de una sola pieza uno de los tres puentes que atraviesa el río Níger, con la retina de mis ojos fundida por el calor y la tupida
contaminación.
Me fui directo a un pequeño hotel donde me dejaron montar la tienda en el parking, con un Toyota como vecino a cada lado de mi peculiar “chalet”. De un grifo que salía de una pared llené mi botellín con agua tibia, y mientras saboreaba el agua con aroma a plástico con mi cuerpo empapado en sudor, un hombre se me acercó.
– ¿De dónde vienes?
– Vengo en bicicleta desde España.
– ¿En bicicleta? ¡Enhorabuena! Tienes mucho coraje.
Mientras me daba enérgicamente la mano no dejaba de mostrar su admiración.
– Y ahora de dónde vienes ¿De Senegal?
– ¡No! ¡No! De Guinea.
-¡Aaaahhhh!…¿Guineaaaa?…
Y así, sin acabar la frase se apartó de mí y con el miedo y el estupor reflejándose en su cara se marchó casi corriendo y sin despedirse.
Javier de la Varga