sábado, septiembre 21, 2024
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Portugal tiene humor y no sólo saudade

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La semana pasada, unos amigos españoles del Atleti, que habían venido a Lisboa y se iban tristes al perder el partido, me decían que los portugueses nos morimos de fado y saudade eterna, que la melancolía llega a ser nuestro vicio nacional. Pues no es así. A lo mejor es que estaban deprimidos.

Este afán de querer presentarnos como inmensamente tristes viene de lejos y hasta Unamuno nos llegó a llamar «pueblo de suicidas», porque un par de amigos suyos se quitaron la vida (Antero de Quental, Laranjeira o Sá Carneiro, entre otros). Era una de esas frases, bastante infundadas, como muchas de don Miguel, pero que hicieron fortuna y en la que nosotros mismos nos recreamos.

Desde siempre, los portugueses nos hemos tomado bastante a broma. Los teatros de variedades y de humor puro, burlón y a veces hasta chabacano y soez, han sido un éxito desde hace más de siglo y medio. Recuerden el Parque Mayer, junto a la Cancillería de España, hoy en renovación (el Mayer, no la Embajada, que esa es como fija de plantilla) y la rua das Portas de Santo Antão, hoy llena de restaurantes para turistas, antaño sede de teatros divertidos. Recuerden las cerámicas de Rafael Bordalo Pinheiro, con la muy conocida del Zé Povinho, ese José del pueblo que hace un corte de mangas. Corte de mangas a todo, a políticos, a curas carcas, a ricachos, al pueblo mismo.

Al igual que nuestros primos gallegos, la morriña se tiñe a menudo de un humor zumbón, elevado

Muchos escritores de altura han cultivado el género del humor y de la ironía, entre ellos, como es sabido, Eça de Queiroz, pero también, hasta hace unos años el gran hispanófilo Fernando Assis Pacheco, que nos abandonó muy pronto (falleció de repente, en la librería Buchholz de Lisboa, en diciembre de 1995, con 58 años), cuyas Memorias de um craque (Memorias de un chaval) son una delicia de lenguaje coloquial, humor y de no tomarse muy en serio (a pesar de que era un gran escritor y poeta (con versos también de humor, entre otros). Hasta hemos tenido a Raul Solnado, con sus conversaciones telefónicas, parecido al español Gila. O los actuales Miguel Esteves Cardoso, periodista (lean Explicações de português, Clases particulares de portugués, tronchante) y el animador Hermann José, que es casi un prescriptor. En la tradición humorística hasta podríamos citar a Gil Vicente y a Camoens con sus graciosas redondillas.

Claro que también hemos tenido los sombríos, como Vergílio Ferreira y muchos otros maestros de la saudade, tal Jorge de Sena, pero es demasiado simple decir que somos un pueblo triste. Somos más silenciosos, más meditabundos, somos atlánticos más que mediterráneos pero, al igual que nuestros primos gallegos, la morriña se tiñe a menudo de un humor zumbón, elevado, como fue el de Alvaro Cunqueiro -cuya ausencia de traducción al portugués es para mí más que una pérdida  un misterio. La televisión y la radio están llenas de programas de chacota, claro que no demasiado finos a menudo, y todos los periódicos tienen tiras de humor, muchas veces mucho menos apesadumbrado y negro que, por ejemplo, El Roto en España. Nos reímos de nuestras desgracias y defectos, de nuestro atraso y de nuestras reacciones y no solemos ser hirientes. Sólo a veces hay chistes con los alentejanos, a quienes nos acusan de lentos los demás portugueses. Los del Alentejo somos aquí como los de Lepe en España.

Está claro que el humor y la ironía son dos formas de defensa ante situaciones imposibles o difíciles de resolver. ¿No decía Eça de Queiroz que la ironía era lo único que nos salvaba a los  portugueses? Es una vía de escape, una especie de derecho al pataleo. Ahora, en democracia, -oh cuán imperfecta-, el humor es una forma de ver las cosas. En Portugal puede decirse todo, hay libertad de expresión, pero el humor sigue siendo necesario para expresar lo inefable, los absurdos de la sociedad, las triquiñuelas del poder y sus adjuntos, más aún en estos momentos de crisis profunda, no sólo económica sino sobre todo también social.

Rui Vaz de Cunha

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