El balón sale atropelladamente desde atrás, en un pase largo de Marcelo o Luiz, en un saque de portería de Julio César. Llega al centro del campo y es un balón dividido. Lo gana Brasil, con ímpetu y mucha gente pululando por ahí. Rueda por el suelo la pelota, y quizás Neymar la posa y se choca con un contrario. Es falta. O no, y del rebote se aprovecha otro brasileiro que llegaba desde atrás y dispara intentando atravesar a los contrarios. Queda suelta la bola, mordida y maltratada y un pie benévolo intenta un pase para que parezca la imitación de algo. Nadie llega al envío y los rivales sacan el balón entre muchas camisetas amarillas que chocan entre ellas. A veces se recupera la bola y es una ocasión, fea, como ese fútbol a palos marca de Scolari. Otras no, y el contrario llegaba hasta donde le dejaban las patadas brasileñas. Todo inundado por una energía irracional, conectada al volcán de la grada y que se desvanecía en el 2º tiempo. Y al final, el miedo. Cada ronda, un sufrimiento. Todos llorando y dando gracias al señor. Convirtiendo al fútbol en un trabajo amargo del que sólo se puede huir ganando.
El camino de Brasil desde que en España asesinaran a su generación maravillosa, pero inocua del 82, ha sido diversas variaciones del mismo tema. Blindarse en el centro, llegar con los carrileros y confiar en el talento de los de arriba que algo pescarán. Esta nueva versión era casi una parodia radical de los últimos 25 años de Seleçao. Quizás Scolari no tenía otro modo. Una mala generación de futbolistas; una presión descomunal y la falta de un 9, le empujaron a la escena del crimen. Contra Chile pudieron perder y contra Colombia les favoreció la ley oxidada del árbitro español. El fútbol de esta selección tiene mucho de lo peor de sudamérica. No se manejan conceptos y sí emociones tan destadas, que al final se vuelven contra el propio equipo. Se convierte cada posesión en una reyerta individual. El centro del campo no construye, sólo divide y fomenta el caos, en vez de el orden. Apenas hay razón, y la geometría es inexistente. No hay líneas rectas, todo está mordido y es oblicuo, engañoso, tergiversado. Se para al contrario con artimañas. La exuberancia no encuentra cauce, queda enterrada entre el desorden general. No hay rastro del orden iconoclasta del Brasil antiguo, que exaltaba el talento individual dentro de una armonía colectiva natural, apenas encorsetada. Nadie baila los goles. Sólo hay sufrimiento, de unos jugadores que no tienen la disciplina ni la memoria genética para eso. Brasil se abalanzaba contra la portería contraria de una forma imprecisa y furiosa, y acababa llorando su miedo, arrebujado contra su área, rezando porque se acabara todo.
El camino de la última Alemania es el descubrimiento de una identidad entre el fútbol de toque español que les apeó de la gloria en eurocopa y mundial, y la transición vertiginosa del Bayern pre guardiola, el Dortmund y Khedira; un ente biomecánico continente móvil de la ley del fútbol. Low se dejó fascinar por esa trampa que es Lham de mediocentro, un sub Xavi que la toca aseada y anodina, como un simulacro del tiki-taka, y convierte el centro del campo alemán en una oportunidad para los contrataques enemigos. Entendió contra Francia el dibujo y el camino, (con Sven y Khedira a los mandos) pero el juego no cuajó a la altura deseada. Y llegó Brasil. Brasil juega al aplastamiento del rival, a la transición constante; quiere dominar apabullando, y su plan B es rezar. En esas circunstancias sobresale un jugador: Sami Khedira. Lo dejó definido Jarroson en dos trazos, en los lavabos de la facultad de Ciencias Políticas. 1- Scolari lo ha subestimado; el partido que ha diseñado es de ida y vuelta, y ahí Khedira es Dios, músculo, pulmón, espacio y voluntad. 2- A Khedira me lo he inventado yo, lo amo: su fútbol geométrico y cubista, sus pulmones de locomotora, sus pies de madera.
Los brasileños ofrecieron la carne de Neymar a las masas, ante la indiferencia de los alemanes, y dio lugar el partido. Se jugaba en un volcán, como siempre con Brasil, y por puro oleaje, el balón llegó un par de veces por los costados al área Alemana. El equipo germano, estaba incrustado en el centro del césped, gobernando cada uno de los sitios por donde suele caer la pelota. Pasada la rigidez de los minutos iniciales, los alemanes fueron subiendo su línea de presión hasta las puertas del área. Khedira volaba libre y veloz, y por el sitio donde se colaba, nunca estaba Marcelo. El rugido de la grada se fue silenciando en un par de ocasiones en las que el balón se paseó burlón por el interior del área. Nadie acertaba a despejarlo, con esa cara de pasmo algo grotesca que se le queda a los jugadores cuando la pelota se convierte en su enemigo. Alemania ya está cómoda, en el centro del salón, jugueteando con la ansiedad brasileña. Hay un córner. Es el minuto 11. Kroos pone un balón con que con una comba fatal cae en el centro de la defensa. Toda la defensa brasileña está atareada espantando sus miedos y dejan solo a Müller, el mejor goleador contrario. Este chico cava túneles en sitios que tiene marcado con una cruz, y aparece en el lugar inesperado donde siempre le llueven los balones. En este caso, le bastó con quedarse quieto y aprovecharse del histerismo rival. Pum, le dio al balón y fue gol.
Y ahora sí, el silencio. El silencio, que es una de las invenciones del fútbol.
Los brasileños siguieron con su cacao cósmico, intentando rasgar la organización alemana con sus cuchillos de papel. Poco a poco se fue haciendo el hielo entre las piernas brasileñas; corrían por inercia, sin convicción. Esa euforia anterior era una máscara. La representación de Scolari no tenía nada de sagrado. Era simplemente una pantomima para convertir el miedo en un motor hacia adelante, y para intimidar con gritos y patadas a los rivales. Pero los alemanes son el peor rival para fingir, porque tienen un plan flexible, talento de sobra, y nunca cejan. Transiciones rápidas con una presión adelantada que fue una fiesta. Una tranquilidad a las puertas del área, comerciando con el balón hasta encontrar al individuo más dañino, heredada de Guardiola y los españoles. Y una mentalidad ganadora sin resquicios ni pavores. Sin un fuera de campo atenazante. Si es un trabajo de demolición, hay que hacerlo hasta el final.
El segundo gol, una cuchillada de Klose, convirtió a los brasileños en piedra. El miedo fluía libremente y nadie atendía a los alemanes cuando aporreaban la puerta. Quizás nunca se haya visto un desmoronamiento así. Cuatro goles en seis minutos. El estadio como un valle de lágrimas, síntoma de esa emoción disparatada que ha acabado enterrando a Brasil. Los brasileños vagaron hasta el final del primer tiempo, con los alemanes rascándose la cabeza, incrédulos por la facilidad con la que el dragón se había suicidado a sus pies. Hubo una segunda parte con un arreón de Marcelo que provocó 3 ocasiones malgastadas en el cuerpo infinito de Neuer. Luego, salió Schurrer y corrió de aquí para allá, clavando otro par de goles en el féretro de Brasil.
El resultado fue grotesco. Como lo era el plan de Brasil, convertir un juego en una catarsis continuada; en un drama sin fin. Lo que vendrá luego no se sabe, porque este resultado es como descorrer las cortinas para mirar cómo la naturaleza se ha comido la civilización.
Ángel del Riego