Con su permiso, don Joaquín. Un animoso grupo de aficionados taurinos de Madrid tituló así un libro, de edición no venal –la afición nunca gana dinero, lo gasta–, homenaje y agradecimiento a la labor de un crítico que acababa de fallecer. Poco más puede esperar un crítico de esta vida, al margen de que el periódico le pague su salario cada mes. El crítico suele ser un señor con gafas, ni muy alto ni muy resultón, con la cintura gruesa por la de horas que se pasa sentado en la redacción y los tendidos, ralo de pelos y con las espaldas generalmente cargadas de facturas escolares, cambio de ruedas del coche, hipoteca y demás angustias. O sea, un tipo de lo más vulgar. Desde luego, nadie pagaría un duro de entrada por verle, no ya con un capote, ni siquiera por verle aporrear un teclado, que es mayormente lo mejor –o, ¡ay!, único– que sabe hacer. Vamos, ni punto de comparación con lo guapo, estiloso, esbelto, airoso, multimillonario y carismático que puede llegar a ser una estrella del firmamento taurino. Entonces, ¿por qué le tienen tanto miedo a los críticos?
El crítico –no todos, ya me entienden–, suele ser el enemigo público número uno del tinglado. Vamos a ver, si se ponen de acuerdo unos empresarios para una tarde de domingo, juntar a unos miles de personas (cada vez menos, la verdad sea dicha), seis toros, seis, tres toreros, tres, con sus subalternos y mozos de espadas, apoderados con puro (o sin él), vagos, maleantes, carteristas y gente del común, y de ello se sacan unos milloncetes, empresarios y toreros (el aficionado solo paga, ya se ha dicho), ¿qué pinta allí un señor con gafas, cargado de espaldas, barrigudo y feo? Solo puede molestar.
Qué señores más fastidiosos, los críticos.
Es incomprensible que una figura tan despreciable como la del crítico (el taurino en este caso, pero el mal se extiende a los de cine, teatro, ópera, musicales, deportivos) pueda ser tan desagradable.
¿Qué tendrá entonces el crítico, para que caiga tan mal entre gente tan guapa, rica y tan cargada de razones?
Criterio y honestidad. Achaparrado, con gafas de culo de vaso, a veces renqueante y con bastón, el crítico lleva décadas formándose un criterio y conociendo los entresijos del tinglado. Su trabajo es informar, no ayudar a la gloria de nadie, a crear mitos vivientes, ni siquiera (y para esto hace falta ser mala persona), propiciar el negociete de nadie (no es el caso de todos, ya me entienden). El hombre sale de la plaza congestionado (en los toros hace calor), sale corriendo a la redacción, y se pone a escribir, con la vana esperanza de que le hayan dejado suficiente espacio para contar algo coherente, apurado por la hora y sometido a la presión de relatar en un folio y medio con veracidad lo que ha pasado en una plaza de toros durante dos horas largas. Esto se puede traducir al cine, al teatro, a la música. Directores con premios, Oscar, varios Oscar, que arrastran masas y han generado millonadas, sometidos al criterio de un señor feo con gafas. ¡Qué temeridad!, ¡qué desacato! ¿Cómo se puede atentar así contra una industria y un negocio? Porque puede ocurrir que todo lo que allí dentro pase, en una plaza de toros o en una sala de cine, sea un tostón sin mérito, un engaño, una estafa al espectador que, ya se ha dicho, solo paga. Y algún derecho tendrá, digo yo.
Hace años, en ese senado que es la plaza de toros de Las Ventas, un aficionado díscolo y protestón cuyo grito de guerra era, “¡Ese torero, a su sitio!”, cuando no se guardaba el buen orden en la lidia, fue invitado al callejón. Para los legos se resume el callejón en que es la zona VIP de los toros, así de pobre es el invento. El señor veía allí, agasajado y a la sombra, la corrida del día, para estupor de sus amigos. Uno, incontenible, le gritó desde la grada: “¡Ese aficionado, a su sitio!”.
Uno no sabe si es contra natura que los premios lleven el nombre un crítico que fue un señor no demasiado guapo, achaparrado por hijo de la postguerra, con gafas y gesto contrariado. Puede ser discutible, aunque en algún lugar habrá de quedar el legado de honradez y décadas de trabajo. Qué mejor lugar que entre quienes lo quisieron, apreciaron y, son unos benditos, lo leyeron.
Posiblemente sea una suerte de la postmodernidad lo que ha inventado José Tomás y su troupe: el quite del desprecio por whatsapp. Todo viene a cuento del rechazo de un premio con nombre de crítico por parte de la indiscutible primera figura del momento. Por whatsapp y sin una sola explicación.
Yo entiendo a José Tomás, incluso lo aplaudo. Uno es libre de aceptar o rechazar lo que le plazca, hacer el quite por gaoneras o el del desprecio. Los premios y los homenajes suenan a que te están dando el tercer aviso, y eso no sienta bien a nadie.
Unir en un mismo premio el nombre de una gran estrella de vocación eterna y repercusión mundial con el de un señor bajito que solo toreaba con el mantel cuando quitaba la mesa en casa, es una temeridad por parte de los voluntariosos miembros del jurado que lo votamos.
Una mesa, por cierto, en la que alguna vez la cosa se ponía tan rumbosa, que aparecía, hecha a la sal, una lubina.
Una vez le preguntaron al hombre, asombrados por su resistencia a corear la enloquecida carrera a la tumba de la fiesta de los toros, cuál era el precio de la independencia.
–Una lubina.
Con su permiso, don Joaquín, aquí queda este quite.
Joaquín Vidal