domingo, noviembre 24, 2024
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Nunca pasa nada

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La cosa fue así; dos equipos jugaron un partido que fue como una tarde de domingo de las que matan toda esperanza. Vieron el espectáculo dantesco del día anterior, que removió los cimientos de la civilización de la pelota, y decidieron protegerse contra el miedo. Otra vez el miedo, que se cuela en la respiración cuando las cosas van cayendo despacio al sentir que la realidad se quedó quieta. Es absurdo, porque siempre pasa lo mismo; uno gana y otro pierde. Ese blindarse contra las malas noticias no hace más que retrasar el momento del adiós; hacerlo más cruel. Te fuiste, ya no eres, has caído, estás fuera de la circulación y te ha pasado lo que soñabas en tus pesadillas. Nada. Acabó la vida sin saber si era cierto lo que contaban de ella. Nada otra vez. Así quedó Holanda en la orilla de la final. Y pudo ser Argentina, pero los sudamericanos tuvieron un resplandor final. Un ratito de fe en la prórroga que les hizo entrar a los penaltis por la puerta ganadora.

Holanda recuperó a De Jong y Argentina cambió a Di María por Enzo Pérez, un centrocampista. No había lugar para los espacios y el partido sería un tratado del detalle mínimo. Holanda, sin Depay -extremo- perdía agilidad y espacios para Robben. Y Argentina, sin Di María, se quedaba sin el único hombre que convertía el azar del balón dividido en una jugada como dios manda. A vista de pájaro se advertía una estructura holandesa muy flexible en defensa, con ayudas constantes para rodear a Messi; y  tan inhibida en ataque que muchas veces se optaba por regalar la pelota. Un juego de pase horizontal, con la intención secreta de que Argentina adelantara las líneas, algo que no ocurrió en todo el partido. Los blanquiazules optaban en ataque por el desgarro, la conducción corajuda hasta que llegara la falta o la defensa se abriera como las murallas de Jericó. Tampoco ocurría nada. La defensa holandesa estaba avisada, y Lavezzi e Higuaín avanzan a trompicones cargando a sus espaldas con el peso del país, pero nunca llegan demasiado lejos. Les falta el físico, el talento y la locura, que le sobra al extremo madridista. Y mientras, Messi esperaba acontecimientos.

Para encontrar noticias de lo que pasó en la primera parte, hay que rebuscar muy hondo en los cajones del fútbol. Había algún espacio detrás de un jugador holandés no identificado, y quizás Messi se iba a atrever. Quizás. Pero no. Messi estuvo esperando durante todo el partido y durante toda la prórroga a que el genio del fútbol apareciera. Sólo un detalle, Leo, como dicen los gitanos. Quizás si le hubieran entregado las instrucciones en un sobre lacrado se hubiera sentido mejor. El caso es que vagó por el campo con un trotecillo de jubilado, y cuando se quiso despedir de los defensas, descubría que llevaba un peso extra encima que le lastraba fatalmente. El espíritu de Argentina era Mascherano. En la jugada más peligrosa del partido, la única combinación por el interior entre Sneider y Robben; el holandés encaró al portero y Mascherano se la rebañó cuando ya caía el telón del gol. Era el minuto 90. Todo lo rebañaba el jugador del barcelona; todo lo tocaba, lo mordía y convertía en suciedad cualquier intento holandés de parir la jugada. Fue el rey en la selva.

No hubo movimientos entre líneas, porque no había líneas en ninguna parte. Los argentinos convertían su parte del ring en una herida. Imposible tirar una línea recta, una pared que nadie tocara, un desmarque en profundidad. Se necesitaba una finura en el último pase que sólo estaba en poder de Sneider; y este, fue otro que desertó del partido. O quizás nunca vio la rendija, porque los pasos interiores estuvieron sellados en las dos áreas durante todo el encuentro. Todo pesaba, nada era gratuito. La violencia tenía una razón, ningún manantial debía fluir. Había tensión, pero no drama. Los hombres estaban demasiado ensimismados en sus quehaceres destructivos. El campo era una telaraña pegajosa, y ningún jugador abjuró de sus miedos para romperla. Fue cayendo a plomo el final, sin que se hubieran roto las hostilidades. Con el Kun Agüero vagando sin un propósito y Robben desesperado, chocándose una y otra vez con una defensa que se jugaba la vida.

En los instantes finales, un balón absurdo cayó del cielo en la cabeza de Palacios, que se la entregó con respeto al portero Holandés. Y Messi que se soltó por un momento las argollas, se fue de tres allá en la banda y centró una pelota que sobrevoló el área. Estaba Maxi, al que la responsabilidad le quedó enorme y no hizo sangre. Esa última parte de la obra descubrió a una Argentina con más ganas de morir en la final contra la gigantesca Alemania, que parece un continente que se desplaza a la velocidad de una nave espacial. La hinchada se puso a cantar y los abrigó en los penaltis que no tuvieron mucha historia.

Argentina, Argentina, una selección dentada, hecha para la taxidermia, el sufrimiento y el final de los partidos. Tienen fé y unos jirones de Messi. Y no tienen más remedio que ganar.

Ángel del Riego

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