Max Baer rondaba mucho por Hollywood. Era un espectro apuesto; mucho más pintón que en sus últimos años, pues, según me dijo Jennifer Love Hewitt, los fantasmas acusan una inversión cronológica que los pone cual en sus mejores días. Mostraba Baer, pues, una pinta imponente. Saber eso me tranquilizó.Temía que cuando nos topáramos con la fantasma de Myrna Loy estuviese como la sacaban las fotos de sus últimos años, ancianita. Observé que sería realmente dramático, por no decir desagradable, encontrarte con una gran estrella de Hollywood en absoluta decadencia.
–Bueno –replicó entonces Jennifer Love Hewitt con una sonrisa repipi–, yo soy una estrella de Hollywood y encima estoy viva, aquí me tienes.
Preferí guardar silencio. Tampoco era cosa de enojar a la médium que me había hecho fantasma por la vía rápida; hábil, la tía, con el revólver; muy certera.
Max Baer era, como digo, un espectro imponente.
Lucía como en sus mejores años, cuando derrotó en 1933 a Max Schmeling, el boxeador favorito de Hitler. Nieto de judíos, los padres de Baer, empero, se habían convertido al cristianismo, protestantes, y a él lo bautizaron y educaron en el catolicismo, allá en su Omaha natal, en Nebraska. No obstante, para aquel combate memorable contra Max Schmeling lució en su calzón deportivo una estrella de David. Pronto lo requirió el cine, dada su apostura, y ese mismo año de 1933 rodó con Myrna Loy la película The Prizefighter and the Lady, dirigida por W. S. Van Dyke. El boxeador y la bella entraron en amores de fabulosa coyunda apenas fueron presentados en el set de rodaje. Duró en el boxeo hasta 1941, no arrastrándose, pero en combates menores.
Realmente, su gloria de campeón no fue mucho más allá, pues tras la victoria contra Schmeling, y luego de proclamarse campeón del mundo en 1934, frente a Primo Carnera, cayó noqueado por el gran Joe Louis en 1935, esfumándose con su privación del conocimiento cualquier otra posibilidad de disputar nuevamente el título. Acabó sus días, empero, en perfecto uso de sus facultades mentales y con una vida espléndida. Murió en 1959, de ataque cardiaco, en una habitación del Roosevelt Hotel, en Hollywood.
Dimos con él en la Venice Beach. Estaba en una tumbona y miraba con una preciosa sonrisa, algo melancólica, a las muchachas. No se mostró muy contento, sin embargo, con la presencia de Jennifer Love Hewitt.
–Otra vez tú… Menos mal –le dijo– que esta vez no vienes con el imbécil de tu marido, ese gilipollas paramédico que se cree un premio Nobel de Medicina. Detesto a los maridos como el tuyo, tan complacientes como una maestrita de parvulario… Menos en la cama, apuesto. Seguro que tienes que andar buscando rabos por ahí, cacho zorra…
Jennifer Love Hewitt nos presentó, sin más. Como si estuviese acostumbrada a las invectivas del púgil o a la cólera generalizada de los fantasmas cuando se les pide que recuerden.
Baer se limitó a sonreír burlón ante Arthur Cravan. Era la primera vez que aquellos fantasmas se veían. Cravan no había viajado a los Estados Unidos desde su muerte física.
–Perdóneme, pero no leo poesía –le dijo Baer–. Y como boxeador no fue usted más que un puro chiste.
Cravan guardó sus manazas en los bolsillos y se volvió hacia la playa, dándonos la espalda.
A mí, claro, me presentó Jennifer Love Hewitt como detective privado.
–¡Ja! –exclamó Baer–. Otro maldito paquete… Lo vi a usted doblar las rodillas ante Oscar Ringo Bonavena, que miren que era malo… Claro que, usted… ¡La gran esperanza del boxeo europeo! Eso decían… Ja, ja, ja…
Preferí atajarlo.
–Busco a la señora Myrna Loy, por encargo del señor Cravan.
–¡Cravan el pedófilo! –dijo entonces Max Baer, claramente retador, pero el otro siguió sin volverse, concentrado en la playa entonces de mar bella–. ¡No querrá follársela ahora que Myrna ya es mocita! ¡Ja, ja, ja! Los fantasmas no estamos para esas cosas, hombre –y volvió a reírse desaforada e hirientemente.
No iba a resultar fácil sacarle información a Baer.
–El señor Cravan –terció Jennifer Love Hewitt– sólo quiere que Myrna le dé aquellas cartas que le hizo llegar, pues es posible que algún editor europeo quiera publicarlas para una edición conveniente de sus obras completas.
–Claro, esas tonterías sólo pueden gustar a un editor europeo –dijo Baer sin cesar en la carcajada.
Desde luego, Myrna Loy había referido a Max Baer, en el tiempo de sus memorables coyundas, el encuentro que de niña tuviera con el poeta y boxeador Arthur Cravan, allá en Praga, muy niña ella, cuando sus padres la tenían de gira por Europa –luego la llevarían a México para que participara en un concurso de misses infantiles– ofreciéndola sin éxito como bailarina precoz.
Cravan le había recitado aquella tarde, en el salón de Berta Fanta, mientras todos bebían té y la niña un zumo de naranja, algunos poemillas improvisados y las letras de cancioncitas infantiles, tanto en inglés como en francés. Memorioso, luego las anotó en un cuaderno, y ya cuando supo de la estancia mexicana de la niña, allá que le hizo llegar esas letras, acompañadas de cartas de amor que, a despecho de lo que dijera Baer, o de lo que Myrna Loy le contara, nada de concomio sexual tenían. Cravan había improvisado algunos versos sobre cualquier melodía popular que tocara en una de aquellas veladas Einstein a su violín, pero nunca obtuvo del físico la partitura, ni siquiera cuando se lo encontró ya muerto muchos años después, paseando por una calle de Berlín, que hubiera querido remitirle a Myrna junto con sus letras.
Es fama que Arthur Cravan murió en el Golfo de México, náufrago en goleta de velas blancas, cuando se dirigía a aquella tierra caliente por ver si podía recitar de nuevo, y cantar, ante la niña, no sin antes haber obtenido para ello el preceptivo permiso de los padres explotadores de la pequeña actriz en ciernes.
Lo demás, probablemente, es mera literatura.
Se conoce también otro sucedido, que ha dado pie a infinitas especulaciones e historias de ficción pasaportadas como un trágala: Es cierto que Mina Loy, la poeta, pintora, actriz y mujer de Cravan, estaba embarazada de una hija de éste, cuando él se perdió en aquella singladura. De ahí que dijeran que iban a reunirse, según los unos en México, según los otros en Estados Unidos.
Así estaban, en aquella tensa reunión, cuando se llegó hasta ellos James Whale.
Max Baer y él se saludaron cálidamente. Whale solía bajar a la playa para ver a los muchachos. También nos presentó Jennifer Love Hewitt.
Whale, igualmente, sabía algo de mi pasado como boxeador. Me trató, empero, con deferencia.
Ya partícipe del asunto, pues Jennifer Love Hewitt hablaba con gran capacidad de síntesis, tanta, curiosamente, como vehemencia, James Whale nos dijo que quizá debiéramos partir hacia Londres, donde era más que posible que en cualquier salón de té, o en cualquier museo –esto lo dijo con cierta sorna–, pudiéramos dar con Mina Loy. Recomendó que escucháramos su versión.
–Imposible –dije con mucha determinación–. El señor Cravan no quiere saber de su esposa. Me ha contratado para localizar, no a Mina, sino a Myrna. A ver si se enteran –a punto estuve de rematar con uno de los insultos que me sé en inglés.
Baer rió de nuevo, pero esta vez para sí.
James Whale fue más explícito. Se volvió hacia Cravan y lo llamó por su nombre varias veces, aunque el otro no le hiciera ni caso.
–Joder con el tonto de los cojones, qué maleducado –dijo James Whale, que vestía como un sportman antiguo; como un tenista de liviano jersey blanco de pico–. Es más tonto que un Gólem, valga la redundancia.
Luego, como si uno fuera efectivamente tonto y no lo supiera, se explayó en una explicación al menos para mí innecesaria, aunque es verdad que no estoy seguro de que Jennifer Love Hewitt, por mucho médium que fuese –y sea–, supiera algo al respecto.
Dijo Whale, que la del Gólem, que en hebreo es palabra que significa tonto, imbécil, valen todos los sinónimos, es mitografía que inspiró a Mary W. Shelley para la creación de su monstruito, más que el mito de Prometeo al que aludió ella por pretendérselas de filósofa.
–Bah, la historia es bastante conocida –siguió Whale, encogiéndose de hombros–. Hasta Gustav Meyrick la sabía, je, je, puto borrachín que era… Pero, bueno… Me cupo el honor, en mi película, de acudir a las fuentes, en contra de lo que hiciera Mary W. Shelley, que optó al cabo por filosofar. Por eso me inventé la historia del monstruo de Frankenstein con la niña a la que, jugando, ahoga sin querer en el estanque. Un hallazgo. Observen que eso no sale en el libro. Claro –apuntó Whale cargado de razones–. Es que Frankenstein es un tonto tan grande como el Gólem. Grandemente tonto, también. Wegener lo supo ver así en su película, El Gólem, de 1920, y también me inspiró… Su monstruo es aún más tonto que el mío, pues ahí es la niña quien lo ahoga… Bueno, es que, como seguramente Wegener era judío, quiso explicitar bien lo que el rabino pusiera en la frente del monstruo llamado a defender a los judíos y que, por su mostrencada de gigantón, termina cargando contra ellos: la palabra hebrea emet, que significa verdad… Pero si le quitas la e, se queda en met, que significa muerte. Mi vuelta de tuerca consistió en hacer que el tonto matara a la niña, si bien involuntariamente. Así de tonto como para no saber ni jugar… Así de tonto como Cravan, que se enamoró de la niña Myrna Loy, jugando. Y esperó reciprocidad, el muy imbécil.
Y tras una pausa, desató James Whale el conflicto:
–Este Cravan, me parece por todo ello un perfecto gilipollas, un gigantón idiota… Al final, fue la niña Myrna Loy quien, en cierto modo, lo ahogó en su propia poesía, como la niña de la película de Paul Wegener se carga al Gólem… Creo que si Myrna se encontrara con él ahora, se partiría el culo de risa…
Ahí no se pudo aguantar más el pobre Arthur Cravan.
Furioso, dio la espalda al mar y arremetió a golpes contra Whale. En vano, claro, pues entre fantasmas no caben ni se encajan los golpes, que les traspasan como si fueran humo aun cuando peleen entre sí. A cada arremetida de Cravan, Whale reía más y más, y lo mismo Max Baer. Yo les pedía que lo dejaran, y lo mismo hacía Jennifer Love Hewitt, a la que miraban sorprendidos unos cuantos bañistas, por verla gritar a los fantasmas, los cuales bañistas, como es lógico, no podían verla más que a ella.
Una muchacha dijo, al reconocerla, que sin duda se habría tomado algo.
Nadie le pidió un autógrafo.
Ya de regreso a Malibú, en su casa, Cravan y yo con ella mientras trazábamos otros planes a seguir, lamentando lo infructuoso de aquella jornada y quejándonos de cómo nos habían basureado tanto Baer como Whale, descuidada, despreocupada ante nuestra presencia, Jennifer Love Hewitt se echaba agua a puñados sentada en el bidet y nos decía que quizá tuviéramos que viajar hasta Londres, por ver si contactábamos con Mina Loy, y acaso hasta Praga, por ver si lo mismo con Berta Fanta.
No mucho después llegó su marido y cenaron mientras se hacían ridículas carantoñas.
Arthur Cravan y yo veíamos una película suya en el aparato receptor de televisión. A su marido, el paramédico imbécil, como bien lo definiera Max Baer, le gustaba tirársela en el sofá con una peli suya en la pantalla.
Arthur Cravan los miraba con la anopsia de los fantasmas viejos.
Yo, espectro reciente, experimenté una cierta excitación, pero sin resultado. Ya me había parecido desde antes que iba a ser imposible que un fantasma ereccionara.
Me puse, pues, a leer unos poemas de Mina Loy. Me topé con esta decepcionante maravilla (¿pero cómo decírselo a la guarrona Jennifer Love Hewitt, que a la sazón ponía su cosa en la boca del marido, abatido éste en el suelo?):
Show me a saint who suffered in humility;
I will show you one and again another
Who suffered more and in deeper humility
Than he.
I who have lived among many of the unfortunate
Claim that of the martyr to have been
A satisfactory career, his agony
Being well advertised.
Is not the sacrifice of security to renown
Conventional for the heroic?
The common tragedy is to have suffered
Without having “appeared”.
José Luis Moreno-Ruiz