Suele decir uno de mis amigos que basta esperar unos pocos años para ver cómo las novelas vanguardistas se transforman en antiguallas inservibles, propias de chamarileros. Tal vez esta opinión resulte un tanto exagerada, ya que alguna diferencia habrá entre una novela de vanguardia y un orinal descascarillado. Sin embargo, es cierto que esa perspectiva que sólo puede ofrecer el paso de los años transforma radical y definitivamente aquellas narraciones audaces que en su momento parecieron tan deslumbrantes como para indicar el camino que a partir de entonces la literatura seguiría.
A pesar de los casi sesenta años transcurridos desde su publicación, uno no sabe a qué carta quedarse en el caso de Moderato cantábile, la novela de Marguerite Duras. Lo que sí parece cierto es que el resto de las obras que surgieron de esa corriente denominada por sus propios autores como nouveau roman han caído en una lamentable decrepitud. A estas alturas nadie medianamente razonable pensará que las obras de Robbe-Grillet o de Michel Butor, a pesar de los méritos evidentes de unas pocas, representen avance alguno en las técnicas narrativas. Esas obras, más que inicio de tendencia literaria, fueron flor de un día, tal vez llamativas, y seguro que con colores chillones, pero en seguida mustias en cuanto el tiempo prosiguió su andadura.
Pero quizás ocurra algo distinto con Marguerite Duras, todavía más evidente en las breves páginas de Moderato cantábile, que uno sigue leyendo con esa misma mezcla de asombro e incredulidad que experimentaron sus primeros lectores. De hecho, creo recordar que fue alguno de los más eximios representantes del nouveau roman quien despectivamente afirmó que esta narración no pasaba de lo que él mismo definía como manierismo superficial, ilustrando sus palabras en la descripción de una cena ofrecida por la protagonista de su novela, más que aristocrática, esencialmente burguesa.
Qué duda cabe que en la Francia de finales de los años cincuenta del siglo XX los escritores tuvieron que tomar partido en ese enfrentamiento ideológico en el que uno no podía declararse neutral. Nunca mejor dicho, no cabían medias tintas. Se estaba a favor o en contra de una revolución que, a todas luces, no tardaría en llegar. Ese compromiso debía reflejarse en todos y cada uno de los actos de la vida. También, por supuesto, en el contenido de las narraciones que se escribieran. Por eso, el hecho de describir un enorme, -y seguro que muy suculento-, salmón servido en bandeja de plata por una criada de cofia y guantes blancos constituía un pecado inadmisible, un ataque frontal a los principios que debían defenderse a toda costa.
De nada valían los méritos, tanto políticos como literarios, demostrados hasta entonces. Ese salmón en bandeja de plata hacía palidecer, hasta difuminarlos por completo, tanto la lucha en la Resistencia -pero, ¿quién no estuvo en ella?- como los años de militancia en el partido comunista. De hecho, con lengua viperina, se recordó entonces que Duras no era sino el fruto complaciente de la oprobiosa explotación colonial en su Saigón natal. Todo esto, qué duda cabe, podría haberse perdonado pero nunca si esa descripción además osaba incluir unos guantes blancos sirviendo la mesa.
Ignacio Vázquez Moliní