Se acabó el Mundial, y con él un ciclo victorioso de la selección española. Lo sabemos y lo padecimos el mes pasado, ya tan pretérito, cuando en apenas dos días de disgusto nos arrancaron los sueños de golpe. Desde entonces, terriblemente lúcidos desde el principio, hemos seguido la competición de una manera mas técnica por la ausencia de pasión.
Desde Gijón, disfrutaba ayer la mística de la final como quien asiste a la historia en directo -es lo que tiene esta competición-, y no podía dejar de pensar en ese otro julio victoroso de hace cuatro años. Los pubs de mi Irlanda estaban engalanados con banderines de España -todo el mundo apoyaba a la selección, maravillaba su fútbol- y una oleada de «spaniards abroad» invadían Dublín.
El patio del John Gibneys estaba lleno de camisetas rojas, a excepción de la mía que era azul, of course, de la segunda equipación que, al final, consiguió la victoria. Era una tarde de calor, tensión y pintas. En la prórroga el gran Robben -que debería haber sido el mejor jugador este año- casi nos mata, hasta que llegó en el 116, minuto histórico, la reconciliación con la historia. Recuerdo felicitaciones y lágrimas que explicábamos en dimensión heroica y estratégica ya que ganar un mundial es algo, mucho, más que fútbol para un país.
La selección española consiguió lo que ninguna otra herramienta nacional había conseguido en 40 años: el hecho de liberar la bandera nacional y donarla a su pueblo. La posibilidad de que cualquier español que ame sus símbolos pueda mostrarlos sin necesidad que ningún mermado le llame la atención. Si España se deshace sistemáticamente por arriba, se une de forma espontánea y ocasionalmente por abajo, y esa victoria -como la eurocopa de Luis que la antecedía- fue determinante.
Solo por eso, la Selección Española -yo no digo roja, que es marketing-subliminal-posmopolítico- se merece nuestro reconocimiento eterno.
Gracias por todo, muchachos y hasta dentro de dos años.
J.M. Novoa