A pesar de los recelos que ha provocado el que la semana pasada me ocupase de Marguerite Duras, hoy vuelvo a encabezar esta columna con un título suyo. Ojalá que el recuerdo de la película dirigida por Alain Resnais sea más pacífico que el de Moderato cantábile y los lectores todavía más benévolos.
Viene todo esto a cuento de mi amigo Shintaro Yokochi con quien, a sus casi ochenta años, de vez en cuando comparto unas horas paseando por el campo mientras hacemos, visto el nivel algo calamitoso que compartimos, como que jugamos al golf. Ayer, sin embargo, no salimos al campo. En la calma de una terraza abierta sobre el Atlántico tomamos un café sin prisas. Mi hijo Álvaro tenía que escuchar el relato de Shintaro Yokochi.
Lo que nos contó fue que aquel lunes de agosto, casi a punto de cumplir diez años, había ido a la escuela de su pueblo, detrás de una colina al otro lado de la bahía de Hiroshima. No se acuerda por qué había clase si estaba de vacaciones. Era muy temprano. El maestro explicaba unos ejercicios mientras los chicos bostezaban al fondo. De repente un resplandor azul, de profundos tonos metálicos, llenó el aula. Esa extraña luz transformaba los rostros de los niños, los contornos de las mesas y el gesto del maestro, que parecía paralizado ante la pizarra. Shintaro se asomó a la ventana. Apenas había puesto las manos en el alfeizar cuando la luz se apagó de repente. Fue apenas un instante de silencio completo. El tiempo se había paralizado. Luego llegó el estruendo más terrible que uno pueda imaginarse. Era insoportable. Parecía que fuera a durar siempre. Al mismo tiempo, un tifón nunca visto, se abatía sobre la escuela. Una confusión de ramas y ropas arrancadas pasaba por delante de la ventana. De repente, se paró el viento. Shintaro dio un salto y, sin hacer caso de los gritos del maestro, salió corriendo hacia su casa.
Fue entonces cuando vio la gigantesca bola que surgía por encima de la colina. Era una mezcla indescriptible de verdes, rojos y amarillos. El demonio, pensó Shintaro, ha lanzado el sol sobre Hiroshima. Siguió corriendo hasta llegar a casa. Su madre estaba llorando en la puerta. Se abrazaron mientras la bola desaparecía poco a poco. Luego subieron la colina. Muchos vecinos ya estaban arriba. Hiroshima había desaparecido. También vieron una columna de humo gigantesca que se elevaba hasta el cielo. De vez en cuando lanzaba a un lado y otro lo que parecían fuegos artificiales. La gente lloraba. Unos seguían de pie. Otros, como sin fuerzas, se dejaban caer al suelo. Pasaba el tiempo sin que nadie reaccionase. Al cabo de las horas, la carretera fue llenándose de gente que huía hacia el campo. Avanzaban en silencio con los brazos separados del cuerpo, unos completamente quemados, otros sólo por un lado. La mayoría con la piel colgando como si fueran trapos.
A Shintaro se le cayó el pelo a mechones. Le sangraban las encías y un agotamiento profundo no le dejaba ni siquiera levantarse. No comáis, no bebáis, les decían. Todo estaba envenenado. El jueves de esa misma semana supieron que lo mismo había ocurrido en Nagasaki. Se acercaba sin duda el fin del mundo.
Ignacio Vázquez Moliní