lunes, noviembre 25, 2024
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De cuando Mary W. Shelley aceptó ponerse la minifalda

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Desde su llegada a Madrid, Maiakovski se interesaba por la implantación definitiva del peto para los caballos de picar toros, Don Antonio Bienvenida denunciaba el afeitado de las astas de los funos a lidiar por las figuras (Manolete y Luis Miguel Dominguín, sobre todo), y Himmler, borracho de santo grial, acababa de presenciar en la Plaza de Toros de las Ventas del Espíritu Santo una corrida en cuyo cartel lucía la esvástica. Pepe Luis Vázquez, actuante aquella tarde, contó después que el nazi se había sentido indispuesto al ver sangrar a los toros.

–Habría que irse de aquí –decía Mortensen al oído de Mary W. Shelley mientras bajaban en calesa por la Gran Vía, en busca de tiendas propicias–. Habría que irse de aquí…

Ella, comprensiva y silente, solidaria, le acariciaba el pelo que había derramado él, ahora triste, sobre su hombro.

Justo a la altura de Callao, lugar que presentaba un tono grisáceo, de mudo acorchamiento sensorial, como si lo hubiese decorado George Bellows a la manera de su obra Los habitantes de las cavernas, clamaba Maiakovski con vehemencia alcohólica:

–¡Escuchen! Predica convulso y quejoso Zaratustra, el labio-gritón de hoy. Nosotros con cara como sábanas soñolientas, con labios colgantes como lámparas, nosotros, presidiarios de ciudades-leprosorios, donde el oro y el lodo han llegado a la lepra, ¡estamos más limpios que el azul celeste de Venecia que bañan a diario los mares y el sol! –y volviendo al asunto del peto en los caballos de picar toros, concluyó a la espera de la reacción, apenas alguna, de las gentes que pasaban a su lado–: ¡Me importa un bledo que ni en Homero ni en Ovidio aparezcan gentes como nosotros, picados por la viruela del hollín. Sé que el sol palidecería si pudiera ver las reservas de oro que guardan nuestras almas!

–¡Pobre muchacho! –exclamó Mary W. Shelley–. Me recuerda tanto a Percy… Pero en más valiente y macho, ¿eh? Que conste.

–Sí, preocupado por el desparrame de las tripas de los caballos en los ruedos, por la mondonguería de los tiempos, verá sin embargo esparcirse tripas como en los mataderos, incluso las suyas, de aquí a no mucho tardar… En el fondo es un asceta –sentenció Mortensen.

Le hicieron así con la mano, desde la calesa, pero Maiakovski no se percató.

Miraba la punta de sus zapatos cubiertos de polvo como si les implorase un paso, las manos en los bolsillos y la gorrilla echada hacia atrás, descubriéndole el flequillo de muchacho con alientos suicidas.

Ya casi arribando a la Plaza de España avistó Mary W. Shelley un escaparate encantador.

–¡Pare aquí! –dijo al cochero.

Pagó Mortensen al calesero, dio una cariñosa palmada en la grupa del penco que tiraba del coche, y de la mano brincaron a la acera, Mary W. Shelley y él, para entrar raudos en la tienda de ropa femenina con un trotecillo de contento.

Había insistido Mary W. Shelley para que Mortensen entrara con ella en el probador. Largo rato estuvieron, pues sorprendida y bellísima la joven, no paraba de contemplarse en el espejo, largos y bien torneados los muslos, con aquellas minifaldas que se iba poniendo.

–¡Qué acuíferos tiene mi niña! –le dijo Mortensen cuando al probarse ella una minifalda que le quedaba especialmente bien, una minifalda vaquera y una blusa blanca y ceñida que le denotase o denotara o había denotado unos pechos hasta entonces inimaginables, no pudo evitar meterle la mano allí mismo mientras ella se cimbreaba culeadora y reía cual si fuese Dolly Parton domando un mustango, a horcajadas en una silla de montar especialmente vibrátil.

–¡Ay! –dejaba escapar repetidos ayes Mary W. Shelley, efectivamente húmeda.

–No obstante, amor –dijo con sumo respeto Mortensen–, me gustaría hacerte un shaving… Ya no se lleva este tipo de felpudo.

–Sí, amor, en el hotel, luego, lo que quieras –decía Mary W. Shelley– haciendo charcos en el probador mientras la mano de Mortensen batía el compás, presta ya para acudir a la batuta.

Las dependientas, sin más clientela entonces, aguardaban pacientes a que terminasen ellos lo que sabían ellas que era un folleteo apretado y enconado en la estrechez del probador.

Nada que ver, empero, con un Bumping-ugly. Todo lo contrario. Fue precioso.

–Tranquila, amor mío; ahora compramos una cajita de salva-slips –dijo Mortensen a la amada, una vez hubieron salido de la tienda, cargados con bolsas de ropa, al señalar ella que su vecino de abajo iba a verse obligado a gastarse un montón de pasta en fontanería.

José Luis Moreno-Ruiz

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