Cuando Felipe VI era todavía el Príncipe Felipe, y anunció su compromiso matrimonial, no me gustó su elección, porque casarse por amor es cosa de contables, farmacéuticos y oficinistas, pero no de reyes. La Casa Real no tuvo en cuenta mi opinión, lo que no me supuso ningún tipo de frustración, como no lo supone que los hijos de mis amigos se casen con novias que a mí me parecen que no están a su altura, y tampoco me preguntan.
A partir de ese momento, me mantuve en un plano de indiferencia, hasta que las críticas de mi buen amigo Jaime Peñafiel, que a veces alcanzan la hipérbole, provocaron en mí una reacción inversamente proporcional y, cuanto menos adecuada le parecía a Jaime doña Letizia, más me empezaba a gustar a mí.
Este verano he observado que hay una corriente de letiziofobia que aparece en el segundo plato de la cena o en los postres, basada, no en la lógica o en la observación crítica objetiva, sino en la víscera emocional, exactamente igual que sucede con el nacionalismo.
Representar un papel, cuando además ese papel es parte interpretación y parte vida propia, no es sencillo, y la Reina lo está haciendo bastante bien
Intentar enumerar los méritos adquiridos de doña Letizia ante un letiziofóbico es tan inútil como convencerle a un nacionalista de que sufre una enfermedad de complicada curación, y me limito a recordar que en un país donde los personajes públicos meten la pata un par de veces al año, desde el presidente del gobierno al alcalde pedáneo más humilde, no hay registrados yerros clamorosos, ni equivocaciones ridículas de doña Letizia, y hubieran trascendido.
Representar un papel, cuando además ese papel es parte interpretación y parte vida propia, no es sencillo, y la Reina lo está haciendo bastante bien. Los que nos asomamos a la prensa europea y mundial podemos comprobar la simpatía con que es recibida la Reina de España, en contraste con esa desconfianza de los plebeyos patrios, siempre dudando de lo propio.
He incorporado a mi tableta la imagen de los Reyes de España con el primer ministro francés y su esposa. Y hasta un pastor de la lejana Mongolia sabría distinguir, en esa imagen, quién es la Reina.
Luis del Val