Uno se pregunta desde hace tiempo, sin haber logrado todavía encontrar una respuesta adecuada, por qué la mayoría de las editoriales están obsesionadas con el número de páginas que deben tener los libros. No se trata, ni mucho menos, de un problema económico que una vez resuelto permitiría obtener un producto más atractivo para un mercado en franca decadencia. Se trata más bien de una especie de prejuicio sobre el fondo del asunto, en el que se acata una norma supuestamente venerable que dictamina la extensión ideal de las narraciones. Así, el editor tendrá que recurrir tanto a la tijera para recortar excesos, como a un astuto juego de espejos que multipliquen las páginas hasta alcanzar el número apetecido. No pasa nada si el autor no está para semejantes chiquilladas. Ya encontrará el editor, con poco esfuerzo y menor gasto, quien quiera ocuparse del asunto.
Todo esto resulta todavía más evidente en estas épocas estivales, en las que vaya a saber usted por qué, se piensa que el lector lo que quiere es dejarse de sutilezas y pasar las horas muertas leyendo novelas de mil páginas, aunque eso sí, cuanto más ligeritas de contenido, mejor. Nada de novelistas rusos, ni mucho menos de esos escritores franceses tan pesados. Basta y sobra con alguna trama detectivesca, a ser posible firmada por un escritor con apellido báltico. Si además se trata de una trilogía, miel sobre hojuelas.
Sin los cuentos de Ribeyro, es muy difícil comprender la evolución de la literatura latinoamericana desde la segunda mitad del siglo XX
A nadie le entra en la cabeza que en pleno mes de agosto alguien tenga la ocurrencia, no ya de leer, sino incluso de releer cuentos. El asombro pasa a ser mayúsculo al descubrir que el grueso volumen que el sospechoso lector tiene en sus manos no es de aventuras policiales en la Alta Edad Media, sino que encierra los cuentos completos de Ribeyro.
Se trata, sin embargo, de una lectura que uno cree imprescindible para todo lector de lengua castellana. Sin los cuentos de Ribeyro, al igual que sin Ciro Alegría, es muy difícil comprender la evolución de la literatura latinoamericana desde la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días.
Todos los cuentos de Ribeyro son excelentes, cada cual con su temática particular, pero compartiendo casi siempre un fondo de amargura y desengaño en el que se ven frustradas las esperanzas de sus personajes. Se reflejan en ellos todos los estamentos de la sociedad peruana de aquellos años, tal vez no tan diferente de la de hoy en día. En unos cuentos se retratan las ridículas aspiraciones de una burguesía poco ilustrada, cuyo afán último se centra en obtener del favor presidencial una embajada en Europa o la concesión de una línea férrea. En otros, el sinfín de penurias y calamidades de los desheredados limeños, o de los estudiantes en el Barrio Latino, unos sacrificando hasta lo más indispensable para sacar adelante un cerdo antropófago, otros hurtando cualquier objeto humilde cuyo empeño les permita un poco de pan con queso. Todos comparten ese final entre trágico y sarcástico que deja al lector con ganas de leer un cuento más y luego otro y otro.
Ignacio Vázquez Moliní