Me alegro. Me alegro por cada uno de los españoles que ha salido del paro en el último trimestre. Me alegro porque un país con 5,6 millones de parados, un país en el que uno de cada dos jóvenes no encuentra un empleo, un país que expulsa a sus generaciones más dinámicas, es un país condenado al fracaso. Por tanto, es un motivo de alegría. A diferencia de otros, yo quiero que España se levante. Y cuanto antes.
Pero las luces no deben impedirnos ver las sombras.
Un país inclusivo y solidario no debe añadir olvido a las dificultades que atraviesan amplias capas de la población, ocultando la realidad que siguen sufriendo millones de españoles, sobre todo ese 55% de parados que carece de cualquier tipo de cobertura: más de 3 millones de personas que se encuentran a la intemperie, abandonados a su suerte, a su mala suerte.
En cuanto al 45% restante, y pese a que en la presente legislatura se han destruido 800.000 empleos y el número de parados ha aumentado más de un 6%, son miles las personas que han perdido las prestaciones que percibían del Estado para hacer frente a esta dramática situación. Hoy, las personas que perciben una prestación contributiva han caído un 20%, mientras que las que perciben la renta de inserción han aumentado en la misma magnitud. Hay menos gente cobrando y, además, cobran menos. Precariedad sobre precariedad, dificultad sobre dificultad, pobreza sobre pobreza.
Pero fijémonos en el empleo. ¿Qué trabajo estamos creando? Trabajo precario, temporal, parcial, barato. Trabajo que no permite salir de la pobreza, que no permite llegar a fin de mes, que no permite sostener a una familia.
Con estos mimbres, las dudas sobre una recuperación fuerte y sostenida de nuestra economía no hacen más que acrecentarse. Sobre todo cuando la inmensa mayoría del empleo creado se encuentra en el sector de la hostelería, sin atisbo todavía de recuperación en la industria y con las exportaciones en situación preocupante. En ese contexto, con un déficit que el Gobierno no acaba de embridar, y con una deuda que no para de crecer y que roza ya la riqueza que producimos en un año, cualquier estornudo en los países de nuestro entorno puede generar una gripe en España de consecuencias nefastas. Los conflictos en nuestras fronteras, desde luego, no ayudan a paliar estas incertidumbres.
España se está transformando a marchas forzadas del país de clases medias que era antes de la crisis al país de clases precarias, de trabajadores pobres o empobrecidos postcrisis con graves dificultades para emprender un proyecto de vida por la mala calidad del trabajo que está generando la reforma laboral –más bien, la reforma antitrabajadores- decretada por el Gobierno.
Los indicadores sobre el crecimiento de la desigualdad son incontestables. Mientras la participación de los salarios en el PIB ha caído 2,4 puntos desde el inicio de la crisis, el excedente empresarial ha crecido 2,9 puntos. Y, lejos de atenuar esta tendencia, el Gobierno la ha agravado al focalizar los recortes del gasto público sobre las armas más potentes de transferencia de renta y de reequilibrio social: la educación, la sanidad, las pensiones, los servicios sociales.
Lamentablemente, y como ha quedado de manifiesto en los últimos días, el Gobierno no va a corregir esta tendencia. Al contrario, la va a acrecentar a tenor de las 255 medidas contenidas en el documento de nuevos recortes emanado desde el Ministerio de Hacienda a propuesta de las comunidades autónomas: más copagos sanitarios, más copagos farmacéuticos, más recortes salariales a los trabajadores públicos, más recortes en el profesorado de la enseñanza pública, en las becas de libros o en las becas de comedor, algo indecente en un país con un tercio de sus niños en riesgo de pobreza y exclusión social…
Como defendió Tony Judt, las personas no viven en mercados, sino en comunidades. Por tanto, el objetivo de la política no puede ser la rentabilidad, sino el bienestar de las personas. Algo que parece desconocer el Gobierno.
José Blanco