Joaquín Sabina -que pese a la opinión de algunos rancios poetas de antología- escribe como a muchos nos gustaría escribir, tuvo la decencia moral de rectificar dos simples versos de su canción «Pongamos que hablo de Madrid». En la primera versión reclamaba: «cuando la muerta venga a visitarme, que me lleven al Sur donde nací»; pues bien, pasados algunos años cambió los últimos versos: «cuando la muerte venga a visitarme, no me despiertes, déjame dormir; aquí he vivido, aquí quiero quedarme; pongamos que hablo de Madrid». Y esto, que no parece tener demasiada trascendencia, viene a cuento de lo que una conciencia recta y libre puede cambiar frente al absurdo empecinamiento de soberanismos trasnochados.
En el piso de arriba de todos los nacionalismos vive tal tentación de un absolutismo desaforado y más que demostrado a lo largo de la Historia. Existe -se ha dicho muchas veces- la necesidad de crear un enemigo común para dar fuerza al sentimiento nacional y, lo que aún es peor, existe también la necesidad, quiero imaginar que incluso inconsciente, de negar la realidad de un pensamiento plural y convertirlo en un sentimiento unívoco y general que no sólo yo represento sino del que soy la esencia, la encarnación, el pensamiento hecho hombre o partido. Y así surgía la enorme falacia de que disentir de Pujol era ser enemigo del Cataluña o separarte de los postulados del PNV daba como resultado ser un enemigo de lo vasco.
Y claro, no. Si en España -como en otras naciones de Europa- hay eso que tanto le gusta a Pablo Iglesias, una «casta», esa es justamente el nacionalismo porque su prioridad, casi su obsesión, es siempre excluyente aunque intereses económicos le obligue luego a tender puentes pero sólo desde sus propias necesidades.
Ni Convergencia es Cataluña ni el PNV es Euskadi, mucho menos lo son sus líderes temporales
El caso Pujol resulta especialmente clarificador y por ello tristemente dramático. Esa buscada y seguramente lograda identificación del expresidente de Cataluña con Cataluña toda y no con su partido, esa representación de todo lo catalán que se depositaba en la persona y su obra (Convergencia) resultaba igual de absurda aunque por supuesto menos trágica, que los comunicados de ETA hablando en nombre de todos los vascos de una mítica la tierra (Euskal Herría) convirtiendo así en cómplices forzados de sus atrocidades a gentes que nada querían saber de atentados y muertes. Ya sé que no es lo mismo, pero ni EA ni el PNV representan otra cosa que su propio electorado y en determinadas circunstancias. Y si ni Convergencia es Cataluña ni el PNV es Euskadi, mucho menos lo son sus líderes temporales que después de levitar como en la inolvidable obra del «maldito» Boadella «Ubú president», confiesan lo que tanto han negado y pasan de la gloria al fango sucio de la corrupción insaciable.
Desde muchos sitios se habla de Madrid como el eje de todos los males y todos los centralismos. Pero Madrid no tiene dueño sino políticos que pasan y gentes que vienen y van y cuyo pasado se remonta a anteayer y su futuro a largo plazo es mañana. No voy a defender a esta comunidad sino sólo a contraponerla a la de tantos eternamente ofendidos. No voy a justificarla porque Madrid pasa mucho de casi todo eso. Y menos mal que es así.
Andrés Aberasturi