La buena disposición del fundador, Jordi Pujol, a minimizar los daños a la causa no mejoró en absoluto el discurso de su sucesor al frente de la Generalitat, Artur Mas, a su paso por Moncloa. Aunque lo hubiera mejorado, difícilmente hubiera conseguido un paso atrás de Mariano Rajoy que, naturalmente, mantuvo los anclajes legales de su posición durante sus dos horas y cuarto de encuentro. Como no podía ser de otro modo. A nadie le puede pasar por la cabeza que el presidente del Gobierno de la Nación colabore en la voladura de la Nación.
Así que ninguna novedad por la parte de Rajoy, que habló por boca de Sánchez Camacho. No puede decirse lo mismo de la otra parte, la que hace la propuesta soberanista, cuyo discurso viene marcado por el apremiante intento de alzar una barrera sanitaria, por aquello del contagio, respecto a las trapacerías de los Pujol. Sin embargo, el esfuerzo de Mas por marcar distancias respecto a la conducta del fundador va a ser baldía, pues los efectos no se parecen a los de un misil que destruye un área perfectamente definida sino los de una bomba de racimo.
Las bombas de racimo contienen un dispositivo que, al abrirse, libera un gran número de pequeñas bombas, sub-bombas, bombitas y sub-bombitas, que causan daños indiscriminados y se lanzan para herir o matar a la mayor cantidad de gente posible. Digamos que el efecto racimo lo aporta el propio personaje, cuyo nombre ha ido siempre asociado a la historia del catalanismo en la reciente historia de España. Estamos hablando de un personaje inseparable de la idea de Cataluña. Tanto desde el punto de vista genético como desde el punto de vista biográfico.
Mas ya salió en las coplas por evasión de capitales y una herencia de tardía regulación fiscal
Del efecto racimo no se libra, por supuesto, el actual presidente de la Generalitat. No solo es una criatura política de Pujol, de modo que hereda el desprestigio político del creador, como Rubalcaba heredó los desperfectos de una gestión, la de Zapatero, que también le pertenecía. En el caso de Mas, el actual president hereda también el desprestigio moral, si tenemos en cuenta que su propio padre, ya fallecido, fue una especie de albacea de los fondos opacos de la familia Pujol. Y que él mismo, Artur Mas ya salió en las coplas por evasión de capitales y una herencia de tardía regulación fiscal. Igualito que el jefe, aunque, al menos de momento, no haya dado trabajo a los jueces.
Por suerte para la opinión pública, esta vez ha sido un harakiri en toda regla. Así que nadie podrá endosar la caída de Pujol a la enésima conjura contra Cataluña. De todos modos, seguimos sin conocer las razones últimas por las cuales el personaje decidió auto-ajusticiarse en la plaza publica. Aunque no creamos en las causalidades, el juicio de intenciones no afecta en esta ocasión a los poderosos servicios del Estado. Solo puede centrarse en el protagonista. Los motivos de haberse adelantado a lo que antes o después sería de dominio público irán aflorando. De momento, ha conseguido arruinar el paso de Mas por Madrid. Imagino al jardinero de la Moncloa saludando al president: «Claro que le conozco, don Artur, usted es del partido de Pujol».
Antonio Casado