sábado, septiembre 21, 2024
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Los veranos de siempre

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Resulta interesante observar ese fenómeno curioso donde los haya que, desde hace ya bastantes años, provoca que cada año los veranos sean más cortos. No es que el asunto tenga que ver con el cambio climático, a estas alturas responsable junto con el Gobierno de casi todos nuestros males, sino más bien con la percepción que uno tiene del paso del tiempo. Cierto es que también parece como si los años transcurrieran cada vez más veloces, pero esa impresión es el resultado de algo distinto, seguramente relacionado estrechamente con la edad cada día más alejada de la juventud.

En el caso de los veranos, se tiene la impresión de que adquieren significado propio sólo cuando pasan de ser mero sustantivo para transformarse en acción, en un verbo feliz, veranear, que conlleva más que un presente tangible la promesa de un futuro en calma y, sobre todo, el recuerdo de muchas otras épocas pasadas. Era entonces el verano un período extenso, sin límites estrictos, que comenzaba al acabar las clases y se prolongaba hasta el inicio del curso siguiente. Se iniciaba con un viaje, una salida desde el lugar habitual hacia cualquier otro sitio en el que instalarse durante los largos meses que se avecinaban.

Hoy, el verano es breve. Un par de semanas

Hoy, sin embargo, el verano es breve. Un par de semanas. Quizás apenas unos días. Qué duda cabe que la crisis económica en la que vivimos tiene mucho que ver con estas nuevas formas de veranear, pero no es, ni mucho menos, su auténtico motivo. Cuando España era rica, -de esto no hace tanto-, también parecía impensable que alguien pudiera dedicarse durante varios meses a romper con la monotonía del trabajo y las constantes obligaciones que le habían ocupado a lo largo de los meses precedentes. Ya entonces un ocio prolongado, humilde, sin aventuras, grandes desplazamientos, ni mucho menos desembolsos descomunales, que permitiera el auténtico y necesario descanso, era visto con recelo, cuando no con abierta hostilidad. La norma exigía que todos se dedicaran con ahínco, y sin largas interrupciones, a cualquier actividad lucrativa. Daba igual que se tratase de quehaceres meramente especulativos. Lo que importaba era la ganancia individual y evitar que el tiempo libre permitiera una reflexión siquiera superficial.

Lo que es una pena es que hoy, cuando ya nos hemos dado cuenta del engaño, ya casi nadie disfrute de las condiciones que le permitan regresar a aquellos veraneos de otros tiempos en los que no se visitaban lugares exóticos en unos pocos días, ni se trasnochaba para después perder por completo las mejores horas del día, ni había que probar a toda costa la excéntrica ocurrencia de un sujeto que se dice restaurador en lugar de cocinero.

Tal vez sería bueno que se valorizasen las cuatro cosas simples que caracterizaban aquellos veraneos y que son, en definitiva, las que siguen dando sentido a la vida. Una buena compañía, un espacio tranquilo, varias lecturas reposadas y, al medio día, compartir una paella más o menos ortodoxa, una buena ensalada y algún que otro chiste inesperado. Todo lo demás podría esperar hasta que, sin prisas, se anuncie el otoño.

Ignacio Vázquez Moliní

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