Una cosa es clara: la fortuna de los Pujol no se amasa trabajando. Honradamente, me refiero. Otra cosa, sin embargo, es más confusa: ¿para qué puede querer uno reunir 1.800 millones de euros si uno va a morirse no bien pille el último? Un euro es nada; multiplíquese por 1.800 millones. ¿Qué enfermedad es esa del acopio, del acaparamiento compulsivo? Y toda la familia, numerosa por cierto, lo mismo. ¿No hubo nadie en la corte de Pujol, o en la corte de España, que se preocupara por la salud de ese hombre tan desmejorado de suyo?
Las revelaciones sobre la voracidad dineraria de Pujol aparecen para desacreditar e impedir la consulta
Según parece, el ex molt honorable empezó a coleccionar billetes, primero verdes y luego de todos los colores, hace treinta y tantos años, sin importarle que estuvieran repetidos. Se sabía. Bueno, lo sabían los que saben éstas cosas, los que las hacen y/o las consienten desde las alturas. Se sabía pero se callaba, tal era el precio de reducir el independentismo catalán, el nacionalismo, a su caricatura doméstica, es decir, lo que costaba su perfil bajo. Millones y millones. Millones al horno, como diría Julio Camba. Millones y millones extraídos de la médula de los españoles, del bienestar material y moral que merecían y nunca tuvieron. Había, sin embargo, un plan B para el caso de que la cosa se desmadrara: contarlo. Y en esas estamos.
Las revelaciones sobre la voracidad dineraria de Pujol, de los Pujol, y sobre el incierto origen, por decir algo, de su inmensa fortuna, no es que afecten a la consulta soberanista programada para el otoño, sino que aparecen para desacreditarla e impedirla. Tosco, pero así se procede en los bajos fondos de la política española. Ahora bien; más dramático que el hecho, ese llevarse al extranjero la riqueza del país tras haberse apoderado de ella, es su impunidad. Importa que los catalanes no se expresen en las urnas, no que los 1.800 millones regresen y se devuelvan al pueblo español. Y al catalán.
Rafael Torres