Hay ríos que forman grandes deltas, cuando los mares en los que mueren apenas tienen mareas, y otros que excavan estuarios, más o menos profundos, según sean los embates del océano en el que se pierden. Unos y otros ríos son muy distintos, al igual que también es muy diferente el carácter de las gentes que viven en sus desembocaduras.
Tienen fama los egipcios del delta del Nilo de ser gente extremadamente afable, de la misma manera que a los porteños del Río de la Plata se les conoce por ser algo atolondrados, aunque uno crea que estos pretendidos rasgos colectivos no pasan de ser meros estereotipos.
El Tajo da la impresión de que se funde en el Atlántico mucho antes de llegar a sus orillas, imitando a los lisboetas que caminan por las calles de sus colinas, perdidos como sin rumbo en una exageración de azules y amarillos, para desaparecer de pronto en un recodo imprevisto, bajando quizás por un callejón escalonado que sólo ellos saben donde acaba. El estuario del Tajo es un espejo que transforma constantemente la luz del día, en un alarde preciosista que nunca repite un solo tono. Quién sabe si esa alteración constante de lo cotidiano, que provoca este continuo mudar lumínico, no será el origen de la saudade.
El delta del Ebro tiene más de vietnamita que de catalán o valenciano.
El Ebro se adentra en el Mediterráneo a la vez que crea un mundo particular, tan especial que poco o nada tiene que ver con los paisajes que uno encuentra al norte y al sur de su hermoso delta. No es exagerado pensar que el delta del Ebro tiene más de vietnamita que de catalán o valenciano. Cuando uno se adentra por las profundidades de sus campos, descubre un paisaje inesperado en el que la mirada se pierde en un increíble mar esmeralda. Este color sólo se forma cuando los brotes de arroz ocupan todo el horizonte. La inmensidad verde aparece cortada por una miríada de esas líneas oscuras, abiertas como cicatrices de heridas prehistóricas, que forman el laberinto de canales y represas. También el carácter de las gentes del delta es, de alguna manera, resultado de ese paisaje aislado entre el mar y unas tierras que les son ajenas.
En el delta del Ebro uno puede tomarse algunos de los mejores arroces del mundo, sin pretensiones innecesarias y sin añadidos superfluos. Un arroz negro o un arrosejat dejarán satisfecho al paladar más exigente. También, en ciertos sitios secretos que no pueden desvelarse así como así, unas ostras extraordinarias acompañadas por una botella helada de cava. Sólo daré una pista: hay que llegar en barca desde un pueblo vecino. Para aquellos amantes de los platos más genuinos de esta zona mágica, no hay que olvidar que merece la pena experimentar la anguila, en cualquiera de sus muchas variantes, y también por supuesto las ancas de rana. Las angulas, eso sí, hace años que pasaron a la historia, aunque los que conocieron aquellos tiempos felices en los que tan abundantes eran, afirman que eran una auténtica delicia. Uno, que aunque no lo parezca no es tan antiguo, no llegó siquiera a probarlas.
Ignacio Vázquez Moliní