El pobre padre Pajares llegó a España, moribundo, como un heraldo de los horrores que asolan la Tierra. Él venía de uno, el del ébola, que diezma a los pobres del Oeste de África. Aquí es agosto, y pese a ser un agosto más deprimente que de ordinario, algo le queda de esa inanidad vacacional, protectora, que le es característica. «¿Qué sería de éste corral nublado?», exclamada el insigne Valle/Max Estrella frente a la feroz incuria que nos rodea, pero agosto, incluso éste agosto desangelado, deslumbra con su sol potente y nos hurta un poco la visión descarnada de lo que somos y de cómo estamos. No así, sin embargo, la del mundo, de la que el pobre padre Pajares nos ha traído noticia con su muerte.
La belleza se muere con Lauren Bacall, cuya mirada líquida impedirá la memoria del celuloide que se seque, pero la belleza se muere en éste agosto en todas partes, en tantos otros ojos: en los barrios de Gaza convertidos en Dresde, bajo los cascotes de Alepo, por los despeñaderos pelados del Kurdistán, en el Este de Ucrania, hasta en el mar que se traga las frágiles y atestadas embarcaciones de los fugitivos de la miseria, y en el desierto mudado en sepulcro de quienes ni siquiera alcanzaron la playa. También sobre la valla de Melilla hay ojos en equilibrio imposible que parecen a punto de caer y secarse. De todo eso, como un mensajero incómodo, nos ha traído noticia el pobre padre Pajares, una noticia exacta, unívoca, como su propia muerte.
Su cuerpo ha sido sellado, envasado al vacío, reexpedido al más allá, lejos, entre las llamas de la incineradora. Cumplió su misión como cumple a un misionero que se arrima a la verdad, siempre a riesgo de ser devorado por ella. Venía del ébola, de procurar algún alivio a sus víctimas, nos dejó la noticia y partió de nuevo.
Rafael Torres