Los matemáticos conocen muy bien la importancia de la teoría de la estabilidad para la solución de las ecuaciones diferenciales y los problemas que podrían derivarse en los sistemas dinámicos, y quienes no somos matemáticos tenemos de la estabilidad otro concepto más sociológico, pero no menos científico. La estabilidad, que en principio nos ayuda, nos fortalece y nos tranquiliza, puede llegar a ser un elemento corrosivo en la convivencia.
La estabilidad es fundamental en la vida de la pareja, pero si ambos definen aquello, no como una situación que hay que vigilar, sino como un estadio inamovible, es muy probable que el descuido y la desidia contribuyan a su deterioro.
La estabilidad del funcionario en su puesto de trabajo, algo loable, porque evita la tentación del político de turno de rodearse, no de funcionarios, sino de corifeos complacientes, puede aportar al funcionario una cierta soberbia y displicencia que le haga olvidar que su puesto de trabajo consiste en servir a los administrados y no en ser titular de una canonjía inamovible.
La misma Democracia, cuando su estabilidad se percibe como algo casi intrínseco, comienza a sufrir los leves ataques, la desgana o la falta de respeto de quienes piensan que eso es algo así como un don inevitable, y no hace falta ser ningún historiador para conocer las caídas de democracias que parecían construidas con hormigón de la mejor factura.
Y, dentro de la Democracia, la falta de alternancia en el poder genera una especie de sentido de lo eterno que, al envilecerse, produce espantos como los de Andalucía o los de Cataluña. Solamente desde una percepción de que «siempre mandarán los nuestros» pueden tejerse esas nauseabundas mafias de la corrupción, a las que les falta la grandeza del asesinato y una ley de silencio con sus torturas de manual.
Se trata del efecto perverso de la estabilidad, del inconveniente de asumir que cualquier cambio es impensable para lo cual, por cierto, se trabaja con entusiasmo con objeto de que el voto, fuente del poder, se solidifique y quede inamovible.
Luis del Val