Escribo estas líneas a punto de salir de Lisboa. Como todos los años, me marcho no muy lejos, a mi finca alentejana en Alcácer do Sal, no tanto para huir del calor, ya que en mis tierras el termómetro se dispara alegremente hasta superar sin problemas los cuarenta grados (a la sombra, naturalmente), como para no romper con la tradición familiar de abandonar la ciudad en la temporada estival.
Se preguntarán mis lectores por qué alguien como yo, libre de ataduras laborales y sociales, se empecina en irse de vacaciones en el mismo período que la gran mayoría de los mortales, que dependen del calendario escolar de los niños o del cierre anual de la empresa en la que trabajan. Pues sepan que yo también me lo pregunto, sin llegar del todo a una respuesta satisfactoria.
El Alentejo (além Tejo, más allá del Tajo) es una de las regiones más especiales de Portugal. Los lectores harían muy bien en descubrirla. No tiene, seguramente, el encanto de otros rincones más recoletos, ni la fuerza agreste de nuestras sierras, ni tan siquiera la melancolía que se respira en casi toda la costa. Tiene, sin embargo, algo que hace que esas tierras sean no ya únicas, sino mágicas.
Esa sensación es la que a uno le invade cuando pasea temprano por el campo, lejos de todo, en un universo en el que la prisa es imposible. Luego, a medida que la mañana avanza, a uno le invade una segunda sensación. Es lo que en castellano se denomina con una palabra tan portuguesa como es la pachorra. Entonces nos invade una especie de abandono contemplativo, a la sombra de una antigua y noble encina, bajo el cielo más limpio de Europa, y puede ocurrírsenos, o tal vez no, la mejor idea para salvar el mundo, el verso más perfecto, o la más sublime melodía que pueda imaginarse.
El Alentejo tiene algo que hace que esas tierras sean no ya únicas, sino mágicas
El paisaje de la planicie, como también se llama al Alentejo, es difícil de medir, es estático y aquí el tiempo marcha a otro compás, con una propensión al hastío, a la falta de limites temporales. En mi biblioteca, casi semicircular, escucho música que se oye como en una sala de concierto gracias al techo algo cóncavo, mientras contemplo los campos y hojeo perezosamente uno de los miles de libros que hemos acumulado tres generaciones de Vaz de Cunha. Un cigarro puro me suele adormecer junto con la consabida copa de oporto Offley, tipo tawny.
De vez en cuando, cuando cae la tarde y refresca un poco, voy a visitar los pueblos, todos ellos bien conservados, sin demasiados disparates inmobiliarios, aunque hay poco que hacer. Si no, la costa Vicentina, con sus playas salvajes, nos proporciona también increíbles puestas de sol.
Algún escritor ya olvidado, como Antunes da Silva, inmortalizaron la dureza de esta tierra, la pobreza, los jornaleros sin tierra y la emigración.
En esas y parecidas disquisiciones comprenderán mis lectores que uno no esté para columnas semanales. Volveré, eso sí, con renovadas fuerzas cuando regrese a Lisboa y prometo seguir fiel a la rutina de estas breves crónicas.
Rui Vaz de Cunha