La confesión de Jordi Pujol es uno de los episodios más destructivos de nuestro sistema político y, al mismo tiempo, un camino para salir de esta crisis sistémica del actual régimen democrático español.
La pirámide de corrupción institucional ha llegado a un punto en el que no quedan peldaños para ascender. Los episodios de corrupción en el entorno de la Casa Real y la revelación de Pujol, en espera de la investigación correspondiente, nos sitúan en un punto sin retorno si no se produce una regeneración política profunda que devuelva a los ciudadanos la confianza en sus representantes y en las instituciones.
Literalmente, después de conocer que Pujol ha tenido cuentas en el extranjero por más de treinta años, el nacionalismo catalán ha recibido un duro golpe con consecuencias políticas e institucionales imprevisibles. La representación de la patria catalana estaba encarnada en un fraude. Quien monopolizó la máxima representación de la catalanidad se ocupaba en realidad no de la patria sino de su talego. Quienes hacen un esfuerzo por disociar al Pujol estadista de su miseria humana pierden el tiempo, porque la primera condición del liderazgo es la ejemplaridad.
Es magnífico que las sentinas se limpien. Es la condición de que un barco pueda navegar sin infecciones. Y en eso estamos y debemos estar.
Hace mucho tiempo que los dirigentes políticos e institucionales miran para otro lado ante las oleadas de corrupción que alcanzan a todos los partidos, sindicatos y organizaciones empresariales. No están dispuestos a una catarsis porque significaría la depuración imprescindible de casi todos.
Probablemente hay que empezar desde cero. Pero eso es una buena noticia porque significa que hay un remedio, drástico, pero un remedio.
Llevar a los ciudadanos a las urnas va a ser una heroicidad, convencerles para que voten a cualquier partido del sistema actual, una proeza. En política, como en física, no existe el vacío absoluto y cuando hay una tendencia a producirlo, nuevas sustancias o fuerzas ocupan el hueco.
Puede ser un proceso lento, zigzagueante y doloroso. Pero ya, inevitable.
Carlos Carnicero