Entre los datos positivos de la evolución de la economía española, uno de los más publicitados en estas fechas es el del crecimiento del turismo. El mes de julio ha batido todos los récords de visitantes y el sector, alicaído los últimos años, confía en que se haya invertido la tendencia.
Eso es lo que expresan los empresarios del sector que tendrán que echar cuentas al terminar la temporada de sí los ingresos se corresponden con el incremento de visitantes.
Parece que lo que crece es el turismo de sol y playa, tan masivo como estacional. No se cuentan los datos de los visitantes de la España interior, más atemporales y necesarios para la estabilidad de los puestos de trabajo en zonas con altas tasas de desempleo.
Tampoco dan cuenta los datos del malestar ciudadano por el deterioro de la convivencia que reporta este turismo masivo atraído por los bajos precios en los alojamientos y, sobre todo, en las bebidas alcohólicas.
¿Es una buena imagen para la marca España la masa de turistas británicos que invaden cada verano la llamada Costa Ballena de Mallorca y cuyo único objetivo es emborrachase? ¿El que la prensa internacional diera cuenta en el mes de julio de la moda de practicar felaciones a cambio de copas sirve para atraer un turismo de calidad, o más bien lo aleja? La sociedad mallorquina empieza a preguntarse si compensa el que se asocie la imagen de su isla con esos jóvenes que se estrellan al saltar ebrios desde los balcones de sus hoteles y mueren al no acertar con el agua de la piscina en una apuesta suicida.
El debate social se centra en preguntarse si merece la pena que un reducido grupo de empresas haga su «agosto» a costa del deterioro del medio ambiente, de la tranquilidad de los vecinos y de la imagen de su tierra.
Los residentes del barrio de la Barceloneta, en la capital catalana, lo tienen muy claro: no quieren este turismo de borrachera y han salido a la calle a protestar. El tema aún es más grave porque en su barrio el atractivo no proviene de la belleza de los monumentos del casco histórico ni de la cercanía del mar, sino de la proliferación de pisos piratas que se alquilan por semanas o días, sin pagar impuestos, y a precios mucho más baratos que cualquier pensión.
Denuncian, y con razón, que el ansiado incremento del turismo en la ciudad Condal no puede basarse en el deterioro de su barrio, donde los vómitos y los orines se han convertido en el tapiz de sus calles.
Cabe también preguntarse si este tipo de turismo crea empleo, si deja a las ciudades que «ocupa» el dinero suficiente para pagar lo que destroza. Los datos de paro que refleje en otoño el INEM deberían hacer reflexionar sobre la deriva que esta sufriendo la principal industria del país, el turismo, y abrir un debate sobre el modelo de futuro para que la calidad sea la primera exigencia por el bien de propios y extraños.
Victoria Lafora