La muerte de Emilio Botín ha conmocionado al mundo de la banca en cuya historia merece estar por derecho propio porque ha protagonizado algunos de los episodios más relevantes de las últimas tres décadas. En su haber cabe destacar una audacia sin límites que le llevó a convertir la entidad que recibió, uno de los pequeños de los entonces siete grandes bancos españoles, en el primero de la zona euro y uno de los veinte más importantes del mundo. Botín revolucionó el mercado con las famosas supercuentas y muchos de los que quisieron pero no pudieron seguirle el paso acabaron finalmente engordando la marca Santander. Pasar de ser el Banco de Santander a ser meramente el Banco Santander, perdiendo la preposición por el camino, ejemplifica el viaje realizado desde lo local a lo global. Fue uno de sus logros, como el de seguir gobernando el banco como si aún fuese una marca familiar cuando en realidad la familia controla únicamente poco más del 2% de la entidad.
Botín se cuidó mucho de mantener buenas relaciones con el poder. Calló las críticas, que quizás hiciera en la intimidad, y sólo verbalizó, cuando creyó conveniente, los apoyos a las políticas emprendidas por los cuatro presidentes con los que ha convivido.
En el debe, Botín ha sido partícipe de la actitud colectiva de una banca rescatada a cuenta del contribuyente y reacia a abrir el crédito a sus clientes para contribuir a la reactivación económica. Individualmente, sus tropiezos con la justicia, con algunos procedimientos abiertos por la creación de instrumentos financieros opacos al fisco como las denominadas cesiones de crédito. De todos salió indemne y cunde la sensación de que la peripecia procesal habría acabado de distinta manera de haber sido otro el encausado. Y recientemente tuvo que regularizar cuentas no declaradas en Suiza, algo muy poco ejemplar para cualquier ciudadano de bien y especialmente llamativo en un banquero.
Isaías Lafuente