Me cuesta comprender la escasa trascendencia cosechada por las palabras de alguien tan respetable como el Papa Franciso cuando dice, como ha reiterado hace tres días, que «la tercera Guerra Mundial está en marcha». Hace tiempo que lo pienso, pero referido a esa guerra sin muertos aparentes que se juega en los dominios de Internet entre las grandes potencias: es un conflicto del que los simples mortales apenas nos enteramos excepto cuando brota alguna chispa que nos habla de espionajes increíbles, de controles indetectables, de 'hackers' de Estado. Pero el Papa se refería, creo, a focos de violencia mucho más tangibles, que están provocando incendios en Oriente Medio y aquí al lado, en Ucrania. O, más localizados, también en otras partes del planeta.
Teniendo, como tenemos, a un gobernante poderoso tan escasamente democrático como Putin, que actúa impunemente frente a una UE débil, a una Sociedad de Naciones Unidas inexistente, a una OTAN casi meramente vociferante y a unos Estados Unidos que tienen que convertirse en el bombero para todos los fuegos, no me extraña la advertencia de Bergoglio, que ya se ve que no tiene pelos en la lengua. Las guerras mundiales comienzan y se desarrollan en Europa, y la chispa prende en el Este del Viejo Continente. Pero, claro, no está aquí el único foco bélico. Consta que el Pontífice está angustiado también ante las barbaridades que se nos deparan invocando al Islam. El mundo asiste atónito a la difusión de vídeos en los que se decapita a rehenes británicos o norteamericanos sin acabar de creer que pueda existir tamaña crueldad, tanta inhumanidad. Y sin poder, por el momento, poner remedio.
Me he pronunciado muchas veces en contra de una participación española en una eventual fuerza de paz organizada por la Unión Europea para intervenir frente al Estado Islámico, que es una amenaza terrorista de primer orden para todos nosotros. Creo que es a la ONU a quien correspondería crear esa fuerza de 'cascos azules', en la que se integrarían también soldados de esos países islámicos que son los principales perjudicados por el EI. España tiene, ahora que pelea por un sillón en el Consejo de Seguridad, una magnífica oportunidad de alzar su voz en la inminente Asamblea de las Naciones Unidas y pedir una intervención internacional, obviando esa a mi juicio estúpida decisión de la UE consistente en permitir que sus Estados miembros envíen o no ayuda militar a los kurdos que están siendo masacrados por los suníes fanatizados, que, lógicamente, están muy lejos de ser todos los suníes. Yo, la verdad, prefiero que España, sin mantenerse al margen, decline el envío directo de material militar, aunque sé que empieza a hablarse de mandar 25.000 fusiles a los enemigos del EI.
Lo digo porque escucho voces guerreras en ámbitos políticos de mi país. Son las mismas voces, más o menos, que hablan de 'inflexibilidad' para enfrentarse al problema catalán, que desdeñan como 'miserable' el pensamiento nacionalista o que piensan que Cameron 'fue un tonto' al permitir el referéndum escocés. Lo mismo que soy contrario al envío de tropas españolas a cualquier parte del mundo, no puedo ser más hostil a cualquier muestra de secesionismo en Cataluña, y creo un grave error mantener tesis independentistas en, por ejemplo, esa Escocia que vota el jueves en un dramático referéndum. Pero pienso, creo que con Bergoglio, que unas posiciones de firmeza no excluyen ni el diálogo, ni la conciliación, ni los intentos de aproximación. Puede que sea un utópico: pero el ruido de los tambores de guerra no puede apagarse simplemente con más tambores guerreros en el lado contrario. Es la hora de los estadistas, y no de Ban-ki Moon; de los Papas, y no de los que invocan a Alá para sus crímenes; de las palabras, y no la de los uniformes militares.
Fernando Jáuregui