A uno le parece que en estos tiempos revueltos, en los que cada vez son más los que pierden el norte y se ufanan luciendo chambergos rufianescos, barretinas coloradas y boinas como platos, tiene su importancia recordar que sea Aranda la única entrada que Voltaire, en su Diccionario Filosófico, dedica a un nombre propio. Es más, el propio filósofo escribe unas elogiosas líneas dirigidas al Conde de Aranda, “digno de la gratitud europea” para justificar tamaña excepción. La admiración de Voltaire se basaba, sobre todo, en que el conde fue quien se atrevió a dar la puntilla definitiva a la Inquisición, aberración jurídica que seguía con vida a finales del Siglo de las Luces.
Muchos somos los que admiramos al gran Aranda por otras numerosas razones. No en vano fue el pistoletazo de salida hacia la modernización de España, proceso que aunque cansino y lento ha ido dando algún que otro meritorio fruto. Una de sus medidas, quizás no la que menos repercusiones haya tenido a lo largo de los estos casi tres siglos, fue precisamente prohibir el chambergo y la capa larga. Lástima, pensarán algunos, que el buen conde no aprovechara para prohibir también otros tocados y chapeos igualmente arcaicos, para así lucir todos la indiscutible elegancia del sombrero de tres picos al ritmo pausado de una melodía de Boccherini, sobre un idílico fondo pintado por Tiépolo. Otras medidas impulsadas por el conde permitieron salvar magníficos parques y crear nuevos paseos públicos, entre los que destacan en Madrid los del Prado y El Retiro.
Como buen aragonés, leal hasta la médula Aranda estuvo al servicio de los primeros cinco reyes borbónicos, unas veces como militar, otras como embajador ̶ primero en Lisboa y luego en París ̶ y por fin a la cabeza de los asuntos del Estado. Le tocó lidiar con la última decisión de Floridablanca, su predecesor, por la que se expulsaba a la Compañía de Jesús y sucumbió al fin ante el auge imparable de Godoy, ya que el amor lo puede todo.
Quizás fuera por esa lealtad a toda prueba por lo que redactó un informe secreto dirigido a Carlos III. Uno todavía se admira al descubrir en sus breves pliegos la clarividencia de Aranda que, en el mismo año de la independencia de los Estados Unidos, proponía actuar sin tardanza. La nueva nación que acababa de nacer con el apoyo de España y Francia pasaría en breve de ser un enano político a mandar en todo el continente americano. El rey Carlos III debería proclamarse emperador. Tres infantes saldrían cuanto antes de Madrid: uno sería proclamado Rey de México, el segundo Rey del Perú, y el último Rey de Tierra Firme. España sólo conservaría Cuba y Puerto Rico. Se establecería, de esta manera, una comunidad de naciones que se apoyarían mutuamente y compartirían sus recursos frente a posibles enemigos.
También decía Voltaire que bastaría con media docena de hombres como Aranda para salvar España. El tiempo demostró que ni siquiera pudieron encontrarse dos que tuvieran sus mismas cualidades. Quién sabe si en las circunstancias actuales no convendría buscar desesperadamente quienes hoy pudieran parecérsele y desempolvar aquellos atrevidos planes.
Ignacio Vázquez Moliní