Alberto Ruiz-Gallardón tenía que dimitir, estaba cantado. Todos lo veníamos predicando, y prediciendo, en las últimas semanas. Rajoy le ha dado la puntilla, al anunciar solemnemente que la reforma del aborto quedaba definitivamente aparcada'. Gallardón no ha hecho otra cosa que equivocarse a su paso por el Ministerio, y eso hay que decirlo pese a que toda dimisión justificada engrandece a quien dimite. Tasas, reforma de la función judicial, demenciales declaraciones sobre reducción de desaforados, han puesto a todos los togados, fiscales, procuradores, abogados, justicieros y justiciables, en contra del ministro de Justicia. Era una situación insostenible.
Toda dimisión justificada engrandece a quien dimite
Gallardón, treinta y tantos años en el barco de la política, deja la actividad que más le gusta, que más le ha gustado siempre, esa política que heredó en la sangre ya de su padre, el gran José María Ruiz-Gallardón, y hasta de su abuelo, el cronista que firmaba como 'Tebib Arrumi'. Personalmente, celebro que se vaya, pero también lo siento: pierdo un objeto de crítica. Le critiqué cuando estaba al frente de la Comunidad de Madrid, le critiqué cuando fue alcalde de la capital y, antes, le había criticado a su paso por Alianza Popular. Nunca me gustaron ni su estilo, ni sus maneras, ni su forma de gastar, ni su personalismo. Me temo que pensaba más en Alberto que en los ciudadanos.
Pero, ya digo, ha entendido el mensaje que, sobre todo, le ha enviado Rajoy, posicionándose frente a cualquier 'gallardonada'. Y eso, al final del trayecto, casi me reconcilia con quien para mí fue modelo de lo que no había que hacer en política, esa noble actividad en la que, en esta última parada del autobús, Alberto Ruiz-Gallardón se ha engrandecido. Creo que ha sido para bien. ¿Es este, señor Rajoy, el principio de la renovación, un atisbo de esa deseable remodelación ministerial, o es apenas un accidente, probablemente sí deseado, en el monolítico trayecto?
Fernando Jáuregui