No es fácil calibrar ahora, metidos como estamos en el ahogo al que ha llevado Mas a Cataluña y a España toda con la aprobación, es de suponer, de Convergencia. La distancia que unas veces aparecía y otras no de Unió, y el aplauso entusiasta de Esquerra, no es fácil, digo, calibrar en medio de esta vorágine de absurdos las consecuencias sociales que ha dejado sobre todos nosotros esta aventura que ni siquiera entro a calificar.
Me da igual hoy lo que pase el 9N, me da exactamente igual la legalmente inútil declaración unilateral de independencia, no me importan demasiado los amores y desamores de unos partidos y otros. Lo que verdaderamente me preocupa es esa fractura absurda que me ha convertido por definición en «enemigo» de lo catalán y a los catalanes en enemigos míos. Porque no es verdad. Porque nunca fue verdad y aun recuerdo cuando Barcelona era lo más parecido a Europa que teníamos a mano y la tarde en que Vázquez Montalbán me adelantó en un café de Las Ramblas la idea a la que estaba dando vueltas sobre una novela cuyo protagonista iba a ser un detective gallego. Recuerdo Pere Gimferrer, a Terenci y a Llach y a la Russell y al Nano Serrat al que tanto quiero y a aquel Bocaccio de la «izquierda divina» donde todos éramos bien acogidos y se discutía de lo divino y de lo humano y lo humano y casi lo divino era Christa Leem una muchacha/musa que hacía estriptís y que se nos murió demasiado pronto. Recuerdo cuando un ayuntamiento cercano a Barcelona me invitó generosamente a portar durante unos metros la antorcha olímpica del 92 que conservo como un tesoro. Recuerdo todo eso y mucho más, cuando era monaguillo en la iglesia de San Lorenzo en Lérida y hasta una noche del premio Planeta en la que llamé Tarradellas a Pujol -juro que sin querer- y nunca más me volvieron a invitar.
Y no entiendo cómo hemos llegado a esto.
No trato de comparar porque las situaciones son incomparables, pero en viajes a mi País Vasco había zonas en las que era mejor no entrar y conversaciones que era mejor no tener ni tan siquiera en familia. No sé hasta qué punto esa especie si no de violencia soterrada sí de conveniente silencio impuesto y tácito, está empezando ya a extenderse por una tierra que nunca fue así. «El enemigo es el estado español» han dicho; pero es que yo formo parte de ese estado y me niego a que nadie me considere por eso enemigo de los catalanes. Es que yo no creo en la secesión pero no por eso voy a dejar de amar a una tierra y a unas gentes -incluso familia- que opinen de otra manera. Hasta ahora eso no había pasado y era posible discutir sin insultos ni descalificaciones; los políticos iban por un lado y la calle por otro y en los comercios y la gente te hablaban -y aun te hablan- en el idioma en el que los dos nos entendíamos. Pero de pronto todo se ha precipitado de una forma artificial casi por métodos científicos de inoculación de eslóganes insostenibles e incompatibles con la realidad. El orgullo sencillo de ser catalán no está reñido con nada y la carga sentimental de laboratorio con la que se ha alimentado ese orgullo en estos últimos años ha degenerado en muy poco tiempo en una fractura dolorosa y difícilmente restañable a corto plazo.
Todo esto no tiene sentido y, lo que es peor, no va a tener salida fácil. Como ciudadano me preocupa el devenir político de la aventura de Mas, pero como persona me entristece profundamente esta fractura porque entre todos me terminarán poniendo en un lado de una trinchera artificial que no existía y en la que no quiero estar.
Andrés Aberasturi